La corrupción es una categoría engañosa. En realidad, parece ser más bien un concepto moralista y normativo que intenta clasificar muchos actos diferentes en un solo paraguas con el fin de llamar la atención. El problema, justamente, es que los actos que pueden constituir en la práctica corrupción son muchos, de naturaleza social, política y organizacional diferente. La corrupción es un punto de llegada, no un punto de partida: implica procesos sociales de diferente envergadura, con tiempos de construcción que pueden ser muy prolongados y que se construyen, reconstruyen y reproducen en prácticas, costumbres, lenguajes y ambigüedades sociales. De esta manera, social y organizacionalmente, fraude, apropiación indebida, abuso de autoridad, conflicto de intereses y soborno, son todos sumamente diferentes en varios sentidos. Sus causas, lógicas sociales y mecanismos organizativos pueden ser tan distintos que llama la atención que insistamos en colocarlos todos en una categoría tan ambigua, general y moralista como corrupción.
Probablemente sería más conveniente adentrarse a esas lógicas sociales y organizacionales de los diferentes actos que coloquialmente llamamos corrupción. Al hacerlo, encontraremos que el soborno puede ser un acto acordado entre las partes –una venta de protección como dice Gambett (1993) respecto de las mafias–, y que el conflicto de intereses es perenne en las sociedades contemporáneas y depende de un autocontrol y disciplina más que de castigos y persecución –cosa que se hace ya en última instancia y que es sumamente difícil de comprobar–. Vislumbraríamos que el control interno no es un instrumento anticorrupción, no al menos directamente; sino un instrumento positivo que busca auxiliar a la organización a encontrar (y a tratar) los riesgos que le pueden evitar lograr sus objetivos –y por tanto, un primer frente contra la corrupción y el fraude, bien llevado por supuesto–. Observaremos, por ejemplo, que el fraude es una forma de engaño que puede ser vinculado a la corrupción, y que ha sido estudiada ampliamente y que se tienen instrumentos sumamente intrincados y sofisticados para investigarlo, localizarlo y llevar a la justicia a los responsables (Arellano, 2012).
Más que de corrupción hay que hablar de corrupciones. Y observar que cada una de esas corrupciones implican lógicas sociales y organizacionales distintas y, por lo tanto, instrumentos con diferentes capacidades y técnicas para tratarlas.
En este espacio deseo concentrarme rápidamente sobre uno: la auditoría forense. La auditoría forense es una capacidad, un instrumento, un expertise, que tiene como misión llevar a cabo estudios tanto financieros como no-financieros para determinar si en una serie de transacciones hubo fraude, cómo y quiénes los perpetraron. En otras palabras, son los expertos y expertas que se llaman cuando se sospecha que ha habido un fraude en la organización. Se sospecha porque las transacciones y contabilidades se llevaron a cabo de una manera aparentemente correcta, tal vez por un número importante de personas que fueron capaces de hacer pasar esas transacciones como legítimas. Dado que dichas personas probablemente hicieron todo lo posible por esconder lo ilegítimo de dichas transacciones, ya sea financiera u organizacionalmente, se requiere de un expertise y un protocolo importante a seguir. No sólo eso, además es probable que partes de la organización se coludieron consciente o inconscientemente, por lo que puede ser el acto de varios individuos que lograron normalizar ciertas transacciones, usaron el engaño o el soborno, o el franco poder para convencer u obligar a diversas personas a realizar actos o acciones concretas en una intrincada red de corrupción.
La auditoría forense, entonces, es ese instrumento que sigue un protocolo de investigación con el fin de identificar las acciones financieras y no financieras que tejieron la red de actores y personas –repetimos, algunos conscientemente y otros no necesariamente– que pudieron constituir un fraude y mantenerlo oculto a buena parte de la organización. La cuestión se complica si se comprende que el fraude pudo haber sido llevado a cabo por un individuo o grupo de individuos que se beneficiaron de ello en contra de los intereses de la organización, pero también por un grupo de individuos que haciéndolo, beneficiaron a la organización.
El protocolo es importante: a diferencia de las auditorías comunes, puede ser que los auditores forenses no se hagan conocer ni detectar por el personal de la organización durante cierto tiempo, para evitar que los que cometieron el fraude tengan tiempo de esconder o hacer más difícil la localización de los actos fraudulentos. Dicho protocolo, además, busca reproducir la historia de una serie de transacciones que pudieron tener muy diferentes objetivos dentro de un número importante de acciones organizativas. Ergo, los auditores forenses tienen el reto de comprender en poco tiempo, pero de manera profunda, las estructuras y procesos de la organización. Pueden apoyarse en las auditorías internas y externas, pero solamente apoyarse; dichas auditorías se llevaron a cabo con protocolos diferentes y con objetivos distintos. Las auditorías internas y externas no necesariamente identifican el fraude, puede ser que vislumbren posibles elementos del mismo, pero usualmente lo hacen de manera muy general y burda. Esto porque no están preparados como instrumentos para hacer lo que la auditoría forense sí hace: reconstruir la historia de personas, actos, papeles y relaciones –u otras señales como las rutinas y la forma de vida de las personas en su vida privada, parte de las “banderas rojas” clásicas de la auditoría forense (Singleton y Singleton 2010:95)–. Una metáfora interesante es que los auditores externos e internos son como los patrulleros de las ciudades; en tanto los auditores forenses son como los detectives. Los primeros identifican, previenen, pueden levantar advertencias y banderas rojas, pero el que se concentra en un caso y lo investiga a profundidad –tiene las capacidades y recursos para hacerlo– es el auditor forense (Golden, Skalak y Clayton, 2006: 22). Todo con el fin de identificar la red o tejido de acciones y personas que pudieron concretar el fraude y, luego, con un segundo paso crítico: hacerlo de tal manera que sea un caso que se pueda llevar a los juzgados con probabilidades importantes de éxito. No es suficiente identificarlo y reconstruir la historia: es necesario además que dicha historia cuente con los elementos legales para que el caso sea llevado ante la justicia de manera forense: es decir, probada razonablemente y con probabilidades de éxito en el caso (Singleton y Singleton, 2010: 12).
El fraude puede ser catalogado como un tipo de corrupción. La ACFE (Association of Certified Fraud Examiners) prefiere, a diferencia de esto, plantear a la corrupción como un tipo de fraude. En efecto, el fraude tendría tres grandes ramas para la ACFE: la corrupción (conflicto de intereses, soborno, ganancias ilegales y extorsión), la apropiación indebida de activos y los fraudes en estados contables (ACFE, 2016: 11). Este enfoque puede tener sentido desde un punto de vista de la auditoría forense: ordenar las formas de investigación que permitan construir la historia del entramado de acciones que llevaron a un fraude organizacional, en forma especializada.
En todo caso, lo que parece sustantivo en un país como México –con niveles de corrupción pública y privada enormes, sistémicos sin duda–, es bajar de los discursos moralistas y genéricos a construir las capacidades organizacionales e instrumentales para enfrentar los diferentes tipos de corrupción. Cada tipo de corrupción, como el fraude, tiene lógicas e historias sociales y organizativas diferentes. Y los instrumentos a nuestro alcance son múltiples y distintos, pero limitados en muchos sentidos, costosos –en personal experto y en tiempo ) y que requieren construir capacidades técnicas y habilidades profesionales que desarrollar.
La auditoría forense es un instrumento específico, costoso y poderoso, altamente especializado en el fraude. Según la ACFE, el fraude es perenne en el mundo, tanto en el sector privado y en el público. Datos interesantes: la dinámica típica de un fraude se detecta aproximadamente 18 meses después de haber iniciado dichas actividades; más allá de toda la parafernalia de instrumentos antifraude, la denuncia es el instrumento más efectivo para detectarlo; un buen control interno (no como lo entendemos en México, Arellano y Hernández: 2016) ahorra tiempo y recursos en forma sistemática para prevenir o para luego investigar un fraude (AFCE, 2016:4). Esto sin mencionar el tiempo y los recursos que se gastan en una auditoría forense que puede tardar meses en desarrollarse y concluirse –y sólo tratando un caso de fraude a la vez–.
El avance de la agenda anticorrupción en México ha sido importante, vertiginoso, los últimos meses. Parece indispensable ahora ocuparse en construir las capacidades y habilidades organizacionales para implementar las diferentes estructuras, organizaciones y procesos que se requieren. La noticia es que no son capacidades genéricas: no hay una corrupción, hay diferentes actos, lógicas y acciones; hay diferentes corrupciones. Muchas corrupciones, con diferentes lógicas, con diferentes instrumentos y capacidades requeridas.
ACFE. 2016. Report to the nations. Occupational fraud and abuse. ACFE. https://s3-us-west-2.amazonaws.com/acfepublic/2016-report-to-the-nations.pdf
Arellano, D. 2012. ¿Podemos reducir la corrupción en México?. México: CIDE. http://www.libreriacide.com/?P=producto&PRODfamily=libros&PRODclassification=13&PRODproduct=22#.WEgQPObhCUk
Arellano, D. y J. Hernández. 2016. “¿Control interno o lucha contra la corrupción? Hacia un verdadero control interno en la administración pública federal mexicana” en Pardo, M. y G. Cejudo. Trayectorias de reforma administrativa en México. México: COLMEX
Golden, T. S. Skalak y M. Clayton. 2006: A guide to forensic accounting investigation. New Jersey (EUA): John Wiley & Sons.
Singleton, T. y A. Singleton. 2012. Fraud auditing and forensic accounting. New Jersey (EUA): John Wiley & Sons.