Los militares como gerentes públicos o la militarización de la administración pública

México se encuentra en un peculiar proceso de militarización desde hace varias décadas. Sin embargo, este fenómeno se ha vuelto más palpable que nunca en el actual gobierno, en el que las fuerzas armadas (FFAA) han sido llamadas a encargarse de diversas áreas de la administración pública. A pesar de los graves cuestionamientos sobre la conveniencia de que los militares se ocupen de tareas policíacas y otras actividades ajenas a su mandato original, recientemente, han incorporado a sus numerosas ocupaciones la construcción, el resguardo y la gestión de infraestructura, así como la distribución y administración de bienes y servicios públicos de gran relevancia social. Las FFAA están colonizando rápidamente la administración pública (AP), y es indispensable meditar sobre las causas de este fenómeno y advertir lo que puede significar para la gestión de los asuntos públicos.

I

La sorprendente facilidad con la que las FFAA se han ido adueñando de espacios en la AP, prácticamente sin ninguna resistencia, no se explica solamente por la voluntad del Ejecutivo. En primer lugar, hay que subrayar —una vez más— que en México persiste el “sistema de botín”, mediante el cual, quienes acceden al poder reparten los cargos públicos entre sus partidarios, sin importar demasiado su preparación para desempeñar el puesto. Se trata de una suerte de “derecho de despojo”, como el que justificaba la prerrogativa de los soldados ganadores de una batalla para desvalijar a los perdedores, como recompensa. Generalmente, este vicio de las administraciones públicas se ha combatido a través de la creación de servicios civiles, que tienen la intención de formar burocracias separadas de los vaivenes políticos, y regidas por normas asociadas con la preparación y el mérito profesionales.

En México, la disfuncionalidad casi absoluta del servicio profesional de carrera no ha permitido avanzar en la abolición del sistema de botín. Como resultado, en nuestro país, la profesión del servicio público no ha logrado consolidar una jurisdicción propia.[1] Aunque existe una oferta académica creciente, que forma y capacita a especialistas en administración, gestión y políticas públicas desde hace décadas, el funcionamiento del aparato administrativo en México resta certidumbre a la posibilidad de hacer carrera en el servicio público, además de desalentar la profesionalización. Una consecuencia más es que esta forma de operar no genera condiciones para que los servidores públicos se organicen autónomamente y puedan poner freno a una intromisión como la de los militares en su campo de trabajo.

Sin embargo, para explicar la creciente presencia de las FFAA en la gestión pública hay que añadir, a los problemas estructurales anteriores, la perspectiva con la que el presente gobierno arribó al poder. Al igual que los gobiernos anteriores, el actual nunca ha considerado construir una AP sanamente distanciada del poder político, pero, por otro lado, tampoco parece tener un programa concreto para construir una burocracia que le ayude a diseñar y ejecutar las políticas de la llamada “Cuarta Transformación”. En lugar de eso, lo que caracteriza al gobierno en turno es su desconfianza hacia los servidores públicos del Estado, así como su marcada preferencia por apoyarse en estructuras paralelas al aparato administrativo público existente, como los denominados “servidores de la nación” y, principalmente, las FFAA.

Ambas actitudes están relacionadas: desde el punto de vista del gobierno, la burocracia heredada de sexenios anteriores es necesaria para el funcionamiento cotidiano de la administración, pero es una carga, porque no puede ser reemplazada ni completa ni rápidamente y, además, se la considera ideológicamente adversa. Ante estos dilemas, cargados de prejuicios, se está utilizando a las FFAA para suplir a una administración pública supuestamente contraria al gobierno, de la misma forma que los gobiernos anteriores las utilizaron para substituir a la policía.

Alguien podría sugerir que este uso de las FFAA será transitorio, en lo que se destruye la burocracia anterior y se edifica otra doctrinariamente afín al gobierno de la Cuarta Transformación. Lo que no se ve claramente es cómo se (re)construirá una administración civil a partir de una AP invadida por los militares. No hay ningún plan al respecto, como no lo hubo para retirar al ejército de las calles y de las tareas de seguridad pública.

II

La organización militar quizá dé la apariencia de ser el cuerpo del Estado que más se parece a una burocracia weberiana (jerárquica, profesional en su ámbito de acción, impersonal, sujeta a reglas, con funciones especializadas, etc.), pero no lo es. Se podría decir lo mismo del personal de salud o el de otras áreas del sector público. Sin embargo, las FFAA tienen otras cualidades que, sumadas a esa apariencia, las vuelven sumamente atractivas para que el gobierno les solicite encargarse de una buena parte de la AP.

En primer lugar, el mundo castrense mexicano ha existido, desde siempre, como un mini-Estado paralelo que ayuda a sostener la ilusión de que los militares pueden construir y administrar cualquier cosa. En la realidad en la que viven —amplia y deliberadamente apartada del mundo civil que habitamos el resto de los mexicanos— han erigido sus propios servicios de vivienda, seguridad social, salud, educación y hasta un sistema de justicia propio. En segundo lugar, las FFAA se consideran especialmente dotadas de virtudes como la lealtad, el patriotismo, el orden, la eficacia y la aceptación popular. En fin, parecen tener todo lo que no tiene nuestro aparato administrativo público.

Desde que el patriotismo y la lealtad a la República son valores que lo engloban todo y casi nadie podría estar en desacuerdo con ellos, esas supuestas virtudes revisten también a las FFAA con un aura de neutralidad política e ideológica. Para el actual gobierno, esto supone una enorme ventaja, porque imagina que no puede encontrar esa neutralidad en la burocracia civil existente, a la que acusa de neoliberal y alineada con el ancien régime.

El gobierno reconoce que necesita un instrumento ejecutor de sus políticas y cree encontrar un colaborador eficaz en la organización militar, confiando en que ésta mantendrá su lealtad. Asume que los ejércitos constituyen la maquinaria imparcial que necesita, y no una burocracia que se juzga extraviada en dogmas neoliberales.

Los mitos del patriotismo incontestable y la lealtad incondicional al Estado (o al presidente en turno) llevan a admitir, de manera implícita, supuestos igualmente preocupantes. Por ejemplo, que, al ser sólo un instrumento ejecutor, las FFAA pueden usarse para lo que sea, cuando convenga, y dejarse luego sin consecuencias de importancia, dado que los militares están para cumplir lo que ordene el Ejecutivo y que su “naturaleza” es no inmiscuirse en política. El delirio patriótico lleva también a la ingenuidad de creer que, aunque se otorguen más facultades, poderes, presupuesto e impunidad al ejército, éste se podrá autocontrolar, por lealtad, porque ni siquiera hay un mecanismo externo que pueda contenerlo, como no sea la figura presidencial. Desde esta perspectiva, los integrantes de las FFAA se consideran autómatas y no personas que forman parte de la maraña de intereses y relaciones de poder que son las organizaciones públicas.

Ejército mexicano. Fotografía de Presidencia de la República.

III

El papel de las FFAA en una democracia es un tema difícil de tratar, entre otras cosas, porque los conceptos de defensa y seguridad nacionales —que constituyen sus tareas medulares— pueden llegar a ser muy elásticos. Por ejemplo, en la situación de pandemia por la que estamos atravesando, podría argumentarse que proteger a la población y vacunarla lo antes posible es un asunto de seguridad nacional, y que el apoyo de los militares para llevar a cabo estas acciones es indispensable, pero también hay situaciones en que la premisa de la defensa puede utilizarse de manera tramposa, como Trump la empleó para justificar la construcción de su muro en la frontera con México.

Aunque no estemos habituados a considerarlos así, los militares son gestores públicos, crean valor público. Un estudioso de este concepto, Usman Chohan [2], ha revisado la figura de los gerentes públicos a partir de varios tipos de funcionarios “no tradicionales” y sus formas de generar valor para la sociedad. Entre ese tipo de funcionarios se encuentran los integrantes de las FFAA. Chohan advierte que la valoración que la población otorga a las labores de defensa puede ser muy variable, según el grupo social del que hablemos, y que no resulta sencillo definir “cuánta defensa” es necesaria, o en qué deben o no deben intervenir las FFAA.

Entre las proposiciones de Chohan, hay dos especialmente relevantes para el tema que nos ocupa. La primera es que las FFAA pueden crear valor público más allá de su ámbito de dominio, es decir, la defensa y la seguridad nacionales. Esto incluye la generación de “innovaciones y sus derivados, la creación de empleos, la ayuda a la administración civil en momentos de crisis e, incluso, actividades orientadas al mercado” [3]. Para realizar estas actividades, frecuentemente se requerirá la colaboración de diferentes áreas de la AP civil. Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre ser colaborador de la AP y ser su sustituto; para lo primero es necesaria una AP sólida y profesional, que los mexicanos nos negamos a afianzar.

Otra de las ideas de Chohan es especialmente preocupante. Dice que las FFAA pueden llegar a disolver la separación entre la política y la administración, para convertirse en los árbitros que deciden lo que tiene valor público y lo que no lo tiene, por encima de la opinión de los ciudadanos. Es verdad que se refiere especialmente a situaciones extremas, donde los militares pueden remover a los líderes políticos. Sin embargo, dada la debilidad de nuestro aparato administrativo público y todo lo que se ha dicho hasta aquí, una reflexión al respecto se vuelve pertinente.

En la situación que vive el país, las FFAA no necesitan deponer líderes políticos ni ganar procesos electorales para conseguir más poder, lo obtienen en cada palmo de la AP que dominan o sobre el que extienden su influencia. Al menos dos consecuencias generales podrían llegar a producirse si esta tendencia continúa. La primera es que los gobiernos posteriores al actual, independientemente del partido del que provengan, normalicen o acentúen esta invasión de las FFAA en la AP, llevando al límite el equilibrio entre el poder civil y el poder militar. La segunda consecuencia posible es que, debido a su ocupación de la AP y su acumulación de poder, los militares acaben definiendo, en la práctica, lo que el gobierno debe hacer o no para generar valor público, supliendo el —de por sí precario— diálogo plural entre ciudadanos, representantes políticos, sociedad civil y gestores públicos.

IV

A diferencia de la AP civil, el personal de las FFAA no entra en el botín que cada cambio de gobierno se reparten los nuevos funcionarios electos. Esta autonomía de las FFAA, junto con la parafernalia militar, parecen producir una particular fascinación en los políticos mexicanos: el ejército es el único cuerpo del Estado en cuya eficacia confían casi ciegamente. No obstante, es paradójico que esa confianza se explique, en buena medida, por la idea de que las FFAA son una de las pocas organizaciones públicas que la política partidista no puede tocar. A pesar de la seducción militar, el actual gobierno —como los anteriores— se niega a desarrollar en un cuerpo civil las cualidades que atribuye a las FFAA, dejando intacto el sistema de botín que, según lo que se ve, nos acompañará muchos años más.


[1] Véase Laurence E. Lynn, Public Management as Art, Science and Profession (Chatham, NJ: Chatham House Publishers, 1996).

[2] Usman W. Chohan, Reimagining Public Managers: Delivering Public Value (New York: Routledge, 2021).

[3] Chohan, capítulo 3.


Referencias

Chohan, Usman W. Reimagining Public Managers: Delivering Public Value. New York: Routledge, 2021.

Lynn, Laurence E. Public Management as Art, Science and Profession. Chatham, NJ: Chatham House Publishers, 1996.