La emoción hecha gobierno: Divagaciones en torno al populismo y la democracia

Cas Mudde ha dicho que los rasgos distintivos del populismo son un discurso emocional y simplista, la división entre las élites y el pueblo (los malos y los buenos, respectivamente), y la creencia en una voluntad popular única, clara y mayoritaria, cuya representación se arrogan exclusivamente sus líderes políticos[1]. Estos rasgos son válidos independientemente de que se trate de populismos de izquierda, de derecha, o de casos difícilmente clasificables en ambos extremos.

El tema de las emociones apenas se toca en esta caracterización. Sin embargo, tengo la impresión de que la forma en la que apela a las emociones y las utiliza es el rasgo definitivo del populismo, mientras que los demás constituyen, más bien, sus instrumentos retóricos.

La cualidad emocional de un régimen o su empleo de las emociones no es una característica negativa por sí misma; las emociones son fugaces, pero pueden llegar a convertirse en sentimientos perdurables. Tampoco su uso es exclusivo de regímenes populistas: en su día, la democracia liberal engendró ―en la imaginación de la mayoría― la esperanza de que ella aseguraría el camino hacia la igualdad y la prosperidad. Hace algunos meses, por ejemplo, Ugo Pipitone se preguntaba por aquello que hizo soportable al mundo para quienes nacieron después de la Segunda Guerra Mundial[2]. Me atrevo a aventurar la hipótesis de que fue el sentimiento y la convicción generacionales de que se estaban construyendo instituciones perdurables para el futuro cercano y lejano, que serían disfrutadas por esa misma generación o sus descendientes, pero que, en cualquier caso, daban un sentido al tiempo y al trabajo: era la construcción o la reconstrucción de las instituciones de la democracia y sus libertades, sobre las que se habían depositado las esperanzas del futuro.

La generalización y la absorción social de esos sentimientos (es decir, su transformación en valores comunes) son los que sostienen el edificio democrático, porque son ellos los que dan forma a las instituciones políticas y cimentan a las organizaciones públicas. Consecuentemente, cuando tales valores pierden sentido, la edificación que sustentan corre el riesgo de derrumbarse[3].

La emocionalidad del populismo parece arraigar mejor en dos tipos de situaciones: el dramatismo de las crisis y la taciturna cotidianidad de una estabilidad sin sentido, que puede despertar en momentos y formas impredecibles. Es este segundo caso el que, probablemente, experimentamos en nuestros días.

Hoy, la maquinaria de certezas, pesos y contrapesos construida en nombre de la democracia liberal sólo afirma una estabilidad que promete la permanencia del actual estado de las cosas: una democracia a medias, un eterno “peor es nada”, que no ha cumplido sus propósitos de equidad ni de inclusión ni de alivio de los males sociales. Así, la democracia liberal ha sido víctima (quizá involuntaria) de sus intérpretes y constructores. Evaluada por los resultados de sus mecanismos prácticos, la democracia liberal, hija de la Ilustración y la racionalidad, se nos presenta menos razonable y, desde luego, hace mucho que no es emocionante. Ante semejante decepción, no es suficiente achacar sus problemas a defectos de implementación que pueden y deben resolverse. En la realidad y en la percepción de muchas personas, las cosas simplemente no han funcionado y han decidido mover el péndulo en dirección opuesta, hacia donde han encontrado otras fuentes de emoción y de sentido.

Democracia y populismo han llegado a constituirse en mutuamente heréticas. Sin embargo, no todo está perdido. El populismo que viene por la democracia puede irse también a través de procedimientos democráticos, aunque no se alejará sin dejar su impronta. Al mismo tiempo, hemos de aceptar que la democracia, como la hemos conocido hasta ahora, ha llegado a su fin.

Casi siempre es inútil intentar destruir del todo las herejías. La mejor forma de terminar con ellas o, al menos, moderarlas, es asimilándolas[4]. Para sobrevivir, la democracia debe absorber la herejía del populismo y encontrar una nueva narrativa, capaz de tocar las emociones del público y convertirlas en sentimientos y acciones permanentes. Nos enfrentamos, pues, al reto de generar nuevas convicciones democráticas o renovar las primitivas, por otros medios.

En buena medida, lo anterior significa la politización o repolitización de temas que creíamos técnicos o queríamos ajenos a la política, como la justicia o la regulación de diversas áreas del sector público. La politización del sistema administrativo público tendrá consecuencias variadas: donde había cuerpos profesionales robustos de gestión pública aumentará la flexibilidad y la incertidumbre, aunque con límites. Por ejemplo, la representatividad de la administración pública a veces ganará o perderá, según quienes estén en el poder y en las principales posiciones de la burocracia. Donde esa solidez profesional no existía o existía a medias, como en el caso mexicano, las variaciones sobre la concepción de la burocracia y su utilidad en relación con la democracia serán (ya lo están siendo) aún más dramáticas e impredecibles: encontrar nuevos puntos de equilibro llevará años.

Es posible también que las políticas públicas pierdan estabilidad en el tiempo y sean más volátiles, incluso podrían volverse más “políticas de gobierno” que “políticas públicas”, aunque busquen respaldos (reales o aparentes) en grupos de interés y la sociedad civil. Las organizaciones políticas, como los partidos, se volverán también más elásticas y menos ortodoxas para intentar captar a un amplio espectro de intereses sociales, o bien, se dispondrán alrededor de líderes carismáticos que les faciliten un marco discursivo de atracción y actuación, como de hecho ha sucedido ya con varios líderes en diferentes países. Al final, lo único claro es que tendremos que lidiar con una mayor incertidumbre y que debemos empezar a acostumbrarnos a ello.

 


Referencias

Attali, Jacques. Historias del tiempo. México: FCE, 1985.

Baker, Peter C. “‘We the People’: The Battle to Define Populism.” The Guardian, 2019. www.theguardian.com/news/2019/jan/10/we-the-people-the-battle-to-define-populism.

Márquez, Jorge. “Introducción a la obra de Morris Berman.” En La teoría política hoy, editado por Germán Pérez, Pablo A. González, y Jorge Márquez. México: UNAM, 2011.

Pipitone, Ugo. “Una generación en el tiempo.” Ugo Pipitone, 2019. ugopipitone.com/sin-categoria/una-generacion-en-el-tiempo/#.

 


[1] Véase, por ejemplo, Peter C. Baker, “‘We the People’: The Battle to Define Populism,” The Guardian, 2019, www.theguardian.com/news/2019/jan/10/we-the-people-the-battle-to-define-populism.

[2] Ugo Pipitone, “Una generación en el tiempo,” Ugo Pipitone, 2019, ugopipitone.com/sin-categoria/una-generacion-en-el-tiempo/#.

[3] Por cierto, el quebranto de los referentes de valor perturba el sentido del tiempo, y el desorden del tiempo es también el desquicio de la violencia, que rompe sus contenciones sociales y prolifera en todos los sentidos (políticos, criminales, sociales, personales, etc.). Véase Jacques Attali, Historias del tiempo, (México: FCE, 1985).

[4] Se sugiere revisar la obra de Morris Berman. Puede encontrarse un comienzo en Jorge Márquez, “Introducción a la obra de Morris Berman,” en La teoría política hoy, eds. Germán Pérez, Pablo A. González, y Jorge Márquez (México: UNAM, 2011).