La administración pública suele ser el gran ausente en el debate de las reformas constitucionales y legislativas. Pero éstas tienen posibilidades de convertirse en realidad solo si existe un aparato burocrático capaz, honesto y profesional. El Ejecutivo federal, en el rito sexenal de planeación democrática, emitió en mayo de 2013 el Plan Nacional de Desarrollo que, a su vez, ha comenzado a ser desagregado en planes sectoriales y especiales, se han creado nuevas instituciones (como el Instituto Federal de Telecomunicaciones), se han reconfigurado organismos públicos (como el nuevo Instituto Nacional del Emprendedor), se han anunciado nuevos sistemas nacionales (como el Sistema Nacional de Atención a Víctimas) y se han anunciado estrategias ambiciosas (como la Cruzada Nacional contra el Hambre). Se han adecuado las reglas de operaciones de muchos programas federales y ha habido modificaciones presupuestarias importantes en varias áreas de política. La agenda política de 2104 está concentrada en las leyes secundarias, que volverán más concretas las decisiones tomadas. Pero todas estas decisiones son el arranque de complejos procesos de implementación. No basta reformar las normas: las leyes tienen que ser aplicadas, los derechos garantizados, las instituciones construidas, las obligaciones cumplidas y las responsabilidades asumidas, con las capacidades y recursos ya existentes. Tampoco basta con emitir planes: éstos tienen que ejecutarse mediante políticas públicas concretas, en procesos burocráticos complejos, por funcionarios públicos que operan por rutinas. Y, por último, no basta con anunciar más gasto público: los presupuestos tienen que ejercerse, con base en planes operativos anuales y proyectos de inversión, por unidades responsables, en el marco de las reglas burocráticas vigentes.
El problema es que las condiciones que han hecho posibles las reformas –acuerdos políticos, negociaciones legislativas, decisiones ejecutivas– no son las mismas que garantizarán los resultados. Las reformas parten de supuestos en buena medida inexistentes. Suponen, por ejemplo, que existe ya una administración pública federal coordinada, estructurada, articulada y con funcionarios comprometidos y capaces, listos para implementar las decisiones, y que cuando haya que colaborar con otros ámbitos de gobierno, esto ocurrirá en el marco de un sistema federal eficaz, con responsabilidades claras y coordinación intergubernamental, siempre con mecanismos de control y supervisión que operan para que las reformas logren sus propósitos.
En pocas palabras, las administraciones públicas serán determinantes en el éxito o fracaso de las decisiones en curso.