La semana pasada comenté en Twitter un interesante artículo de Carlos Bravo Regidor sobre el combate a la corrupción del gobierno encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador. Reproduzco aquí los comentarios que la lectura me generó (con algunos ajustes editoriales), pues sigo pensando que las discusiones actuales sobre el fenómeno de la “corrupción” y sobre la estrategia gubernamental suelen ser demasiado simplistas, maniqueas incluso.
La corrupción, sin embargo, no es una sino muchas: hay corrupción política y corrupción administrativa; hay “captura” del Estado por grupos de interés (como sindicatos o grupos empresariales); hay corrupción por medio de fraudes millonarios o por “mordidas” de algunos pesos; y hay corrupción vinculada al clientelismo en los programas públicos y al patronazgo en las designaciones discrecionales en puestos públicos. Para muestra de la complejidad del tema, puede verse este documento de Transparencia Internacional.
Además, la corrupción puede ser distinta en función del sector de política pública del que se trate. No es igual la corrupción en el sector salud (donde pueden existir actos de colusión en la venta de medicamentos), la corrupción en la prestación de servicios básicos (donde suelen ocurrir los sobornos) o en la hechura de las leyes (cuando se presentan casos de captura legislativa o posibles conflictos de interés de parte de los tomadores de decisión). Este documento del Banco Mundial ofrece interesantes ejemplos de esta diversidad en las prácticas sectoriales de corrupción.
Por otra parte, en un país federal como México, el problema de la corrupción (y su posible solución) no es sólo asunto del gobierno federal. Hay corrupción en los tres órdenes de gobierno y en los tres poderes de la unión. Asimismo, y aunque el tema suele dejarse de lado, la corrupción supone el involucramiento de actores privados y sociales. Véanse, por ejemplo, el texto del Profesor David Arellano Gault o la investigación en curso de los profesores Oliver Meza y Elizabeth Pérez Chiques.
En síntesis, la corrupción no es sólo un asunto moral o ético. Dependiendo del caso del que se trate, la corrupción tiene que ver con las oportunidades de corromper(se), los marcos jurídicos (inadecuados), los bajos salarios y niveles de ingreso insuficientes, los procedimientos administrativos engorrosos, la tolerancia social o el uso de sanciones insuficientes. Así, la corrupción es un problema complejo que cruza valores, incentivos, costos y expectativas.
Aunque en el discurso presidencial el combate a la corrupción se presenta como algo novedoso, en realidad en México llevamos por lo menos tres o cuatro décadas “combatiendo” la corrupción con convenciones internacionales, instituciones, programas, mejoras de gestión, códigos éticos, simplificaciones administrativas, tecnologías y auditorias, entre otros instrumentos. No es cierto que todo haya sido un tema de falta de voluntad política, aunque probablemente sea cierto que ha faltado efectividad. Por lo demás, como lo muestran las experiencias recientes de China y la India, el voluntarismo político no es suficiente para garantizar el éxito del combate a la corrupción.
En una joven democracia como la mexicana, el problema de la corrupción difícilmente desaparecerá. Esto no necesariamente se debe a que cada vez haya más corrupción, algo que por definición (por más mediciones que existan) nunca podremos saber realmente dada la naturaleza del fenómeno. La corrupción seguirá siendo un tema por atender por al menos tres razones. Primero, por todo lo que ya se ha mencionado arriba, la corrupción es simplemente algo muy difícil de erradicar de la vida social de cualquier país. Segundo, cada vez hay más información, más investigaciones valiosas sobre el tema (véase, por ejemplo, el blog sobre el tema en Nexos) y menos tolerancia social. Pero esto también puede generar “más ruido”, más enojo y, sobre todo, la percepción de que hay más corrupción, como Ivan Krastev sugirió hace ya algunos años.
Tercero, el gobierno de AMLO tiene un discurso claro y sencillo sobre el combate a la corrupción, pero sus acciones parecieran ir en contra de una estrategia adecuada en la materia. Por ejemplo, las deficiencias en las licitaciones públicas no sólo no se han mejorado, sino que se ha recurrido cada vez más a las adjudicaciones directas. Aunque el combate a la corrupción tiene que ver con el diseño de contrapesos institucionales (para reducir espacios de discrecionalidad/abuso en el ejercicio del poder), tanto en dichos y en hechos el gobierno ha minado los contrapesos de todo tipo (Organismos Constitucionales Autónomos, reguladores, poder judicial, entre otros). Asimismo, si bien la libertad de prensa y el profesionalismo de periodistas es fundamental para develar y publicitar actos de corrupción, se ha vuelto casi una norma que desde el gobierno (y específicamente desde las conferencias mañaneras) se desacredite la veracidad de los periodistas y sus fuentes cada que hay información sobre posibles casos de corrupción o conflictos de interés potenciales.
Finalmente, la dignificación del servicio público incluye asegurar remuneraciones justas y adecuadas para cada servidor público según su experiencia profesional, antigüedad en el puesto, riesgos enfrentados y capacidades técnicas/gerenciales; pero el gobierno ha castigado los salarios públicos en busca de una austeridad innecesaria y poco realista. Y aunque la profesionalización de los aparatos administrativos del Estado ha sido históricamente la mejor herramienta para combatir la corrupción de raíz, el tema ha brillado por su ausencia hasta la fecha, al tiempo que se han impulsados recortes de estructuras y se ha ignorado la (re)construcción de los sistemas meritocráticos del país.
Así que, como dijo Carlos Bravo en su editorial, una cosa es denunciar la corrupción y otra cosa es combatirla en serio. Por supuesto, lo primero nos seguirá dando discursos y encabezados de prensa. Pero México necesita estrategias, herramientas e instituciones además de voluntades. Dicho simple y sencillamente, la corrupción no desaparece por decreto.