La semana pasada se aprobó en la cámara de diputados la llamada “Ley de austeridad republicana”, que retoma algunas de las propuestas del presidente Andrés Manuel López Obrador en materia de administración pública. Como apunté en un hilo de Twitter que tomo como base de esta nota, la noticia se recibió con júbilo entre algunos representantes políticos y miembros del gabinete.
Quizás el caso más notorio, y también el más cuestionable y hasta triste, fue el de la secretaria Irma Sandoval, titular de la Secretaría de la Función Pública. De acuerdo con su cuenta de Twitter, la aprobación de la ley de austeridad era algo que celebrar. El problema es que, como cualquier conocedor(a) de temas de administración pública (ya sea desde una perspectiva teórica, ya desde una visión práctica) lo sabe, esta ley es un elemento más de una serie de medidas de austeridad que, sin rodeos, están destruyendo la infraestructura administrativa del sector público mexicano.
De acuerdo con la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, entre muchas otras de sus funciones, es precisamente la SFP la que tiene como responsabilidad de guiar a las instituciones públicas federales en temas como su gestión interna. Así, la SFP está a cargo de:
Organizar y coordinar el desarrollo administrativo integral en las dependencias y entidades de la Administración Pública Federal y emitir las normas para que los recursos humanos, patrimoniales y los procedimientos técnicos de la misma, sean aprovechados y aplicados, respectivamente, con criterios de eficacia, legalidad, eficiencia y simplificación administrativa; así como, realizar o encomendar las investigaciones, estudios y análisis necesarios sobre estas materias (art. 37, fracción VI).
Puesto en otros términos, si la SFP asumiera en serio su papel, tendría que criticar más que celebrar la ley de austeridad.
Para empezar, la ley de austeridad se basa en premisas erróneas y datos imposibles de verificar, a partir de los cuales impulsa medidas equivocadas que tendrán graves consecuencias de mediano y largo plazo en las capacidades y funcionamiento administrativos del Estado mexicano.
Por ejemplo, quienes celebran esta nueva ley argumentan que su aprobación intenta “frenar los derroches burocráticos” y los “gastos superfluos”. Sin embargo, más allá de la retórica política y justiciera, en realidad ni el presidente López ni la secretaria Sandoval han ofrecido cifras claras o concretas, ni tampoco han explicado qué derroches se están evitando. Y cuando han hablado de “ahorros”, los números han sido tan ambiguos que lo mismo pueden significar ahorros, recortes, reasignaciones presupuestales, presupuesto no ejercido o cifras potenciales.
Asimismo, la austeridad se presenta como un “modo de vida democrático” y algo bueno, que hay que promover hasta en la vida cotidiana. El problema es que se ignora que, en temas de gobierno y administración pública, ser austero no es algo bueno per se, sino que la austeridad puede ser un medio útil (o no) para alcanzar otros fines: administrar mejor, conseguir objetivos sociales mayores, etc. De hecho, como lo ha destacado Christopher Hood en un texto ya clásico, la austeridad es tan sólo uno de muchos otros valores importantes para las administraciones públicas. Eficacia, resiliencia, confianza, honestidad, etc. pueden ser igual o más importantes.
Por otra parte, al ensalzar a la austeridad por encima de muchas otras consideraciones, el gobierno actual pareciera hacer caso omiso de qué tan útiles han sido realmente, en la práctica, las políticas públicas “austeras”. Cualquier interesado en el tema pudiera encontrar, sin demasiadas complicaciones, que la evidencia internacional sugiere que la eficacia de las políticas de austeridad es debatible, cuando no claramente inexistente. Dicho de manera simple, la austeridad hace más daño, y afecta a las poblaciones más vulnerables, de lo que ayuda. Así lo apuntaban ya hace algunos años autores como Mark Blyth. Por cierto, vale la pena resaltar que lo mismo las propuestas de políticas de austeridad, como la defensa más dura de la supuesta utilidad de dichas políticas, han venido precisamente de los sectores “neoliberales” y no de quienes promueven la equidad o la justicia social.
En cuanto a las medidas específicas de la ley de austeridad, hay por lo menos dos que vale la pena destacar y criticar. En el primer caso, la ley establece que deben desaparecer las Direcciones Generales Adjuntas. Sin embargo, hasta la fecha la SFP no ha mostrado los análisis que le han llevado a considerar que ésa es una buena medida de eficiencia/eficacia administrativa. No queda claro si, por ejemplo, se tomó en cuenta que en algunas organizaciones públicas federales no hay directores generales y, por lo tanto, los DGAs se convierten en el vínculo indispensable entre mando político y estructura burocrática. Tampoco se ha explicado cómo habrán de lidiar las instituciones públicas ante los desajustes que esto pudiera causar en sus procesos decisionales y, en general, en sus actividades, mismas que ya están bajo presión por los recortes de recursos derivados de otras medidas de austeridad.
Pero quizás lo que más preocupa es que la SFP celebra este recorte de plazas como un gran logro, al tiempo que pareciera mostrar poco (es un decir) conocimiento de cómo ha cambiado el entorno laboral del sector público. Hay mucha literatura internacional que muestra cómo las organizaciones públicas necesitan cada vez más personal con mayores cualificaciones técnicas que, al mismo tiempo, posean habilidades gerenciales. Ésas son, en muchos casos, justo las plazas de los DGAs. Este cambio de mercado laboral explica, también, por qué los sueldos del sector público en ocasiones deben ser más altos y competitivos.
En el segundo caso que vale la pena discutir, la ley también ha establecido un plazo de 10 años como prohibición para que los funcionarios públicos puedan trabajar en sectores del ámbito privado que hayan supervisado o regulado previamente. Esto ha sido una bandera presidencial, que se vende como ejemplo de probidad pública, pero que es, por decir lo menos, una tontería. En un artículo reciente, la comisionada presidenta de la Comisión Federal de Competencia Económica, Alejandra Palacios, lo explica de forma clara y contundente.
Si bien es cierto que la corrupción y los conflictos de interés han sido un problema terrible para México, no resulta del todo claro por qué una prohibición de 10 años habría de solucionarlos. Por el contrario, existe una serie de instrumentos de gestión pública que pudieran ser más eficaces, como son los sistemas meritocráticos de servicio civil de carrera; el diseño de estructuras salariales competitivas dependiendo de los sectores de política pública; el uso de “reglas de contacto” para limitar y supervisar las relaciones entre reguladores y regulados; y el desarrollo de mejores condiciones laborales.
Además, en las discusiones sobre regulación se ha mostrado que hay muchos otros instrumentos e instituciones que sirven para mantener bajo control los riesgos de captura que suelen aludirse cuando se habla de la “puerta giratoria”. En este sentido, vale la pena revisar el libro de Daniel Carpenter y David Moss.
Podemos predecir, en cambio, que la prohibición de 10 años afectará el reclutamiento y la especialización de los funcionarios, la circulación de ideas entre los sectores regulado y regulador, los indispensables intercambios de información entre gobierno y sector privado, y la reputación de las organizaciones públicas como supervisores/reguladores técnicamente capaces ante sus públicos relevantes. Asimismo, como me hizo notar Rodrigo Bolaños, investigador de Ethos Laboratorio de Políticas Públicas, la medida pudiera convertirse un incentivo adicional para cometer actos de corrupción, así como en un nuevo pretexto para fortalecer las lealtades de grupos político-partidario.
Es resumen, es una lástima que la SFP “celebre” una ley que, en vez de mejorar el funcionamiento de las organizaciones públicas, en realidad vendrá a minar las de por sí limitadas capacidades administrativas, regulatorias, de coordinación y de implementación del Estado mexicano.
Es cierto que nuestro servicio público debe refundarse y ajustarse para proveer más y mejores bienes y servicios de calidad al pueblo de México. Pero para eso se requiere de análisis cuidadosos, de propuestas de reforma inteligentes, que contemplen tanto los beneficios potenciales de corto plazo como las consecuencias negativas institucionales de largo plazo. De frases huecas, ocurrencias sin sustento y fotos promocionando la imagen de los integrantes del gabinete presidencial ya hemos tenido suficiente.