Junto con la violencia y la corrupción no hay en México problema público más grave y cuya atención sea más urgente que la pobreza. Desde la campaña electoral el actual presidente de la República puso el tema en el centro del debate. En su mensaje de toma de posesión ofreció que ya no se condenaría a quien nace pobre a morir pobre. Y en el primer presupuesto de egresos de su gobierno se anunciaron programas ambiciosos para poblaciones tradicionalmente no atendidas por la política social.
Los datos sobre pobreza y movilidad social muestran el tamaño del reto: en su última medición de la pobreza, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) nos recuerda que en este país 52.4 millones de personas viven en pobreza, y el Centro de Estudios Espinosa Yglesias ha mostrado que “74 de cada 100 mexicanos que nacen en la base de la escalera social, no logran superar la condición de pobreza”.1
La pobreza es, lo sabemos, un problema que rebasa el ámbito de la política social: además de programas sociales, se requiere crecimiento económico y buenos empleos. Eso no significa que la política social no tenga un papel central como herramienta igualadora y como instrumento para garantizar derechos. No se trata, sin embargo, de sólo tener más programas sociales, con más recursos y más beneficiarios, sino de contar con una política social que transforme las condiciones de vida de las personas. Y, siendo México un país federal, es claro que no bastan las decisiones de un solo ámbito de gobierno, sino que cada uno —la federación, los estados y los municipios— tiene una responsabilidad y la posibilidad de operar de forma articulada y complementaria.
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Créditos de la imagen: Tomada de Nexos y del ilustrador Ricardo Figueroa