En esta entrada al Blog es nuestro interés acercar algunos pensamientos de Ernesto Laclau en el contexto del Libro “La razón populista” y presentar aquí una reflexión crítica sobre el tema del libro y sobre la construcción argumentativa del libro mismo. Ernesto Laclau fue un politólogo, filósofo y escritor argentino que durante su trayectoria dedicó parte de sus obras a discutir sobre gobiernos de izquierda en Latinoamérica y, junto a esa discusión, trató de encontrar un sustento teórico a la idea de populismo. Para Retamozo (2017) “[l]a razón populista” en 2005, reactivó el debate sobre el uso del término, así como la relación entre populismo y democracia en un contexto de gobiernos en América Latina que fueron caracterizados como populistas en el marco del giro a la izquierda que tuvieron diferentes países de la región.
En este libro, Laclau desarrolla como argumento central que existe una confusión permanente sobre el concepto populismo. Una confusión que, propone, es innecesaria. Señala que los estudiosos del tema generalmente concluyen que populismo es un concepto ambiguo y diverso: suman características, pero no encuentran su esencia. Laclau defiende en este texto que el populismo sí tiene una esencia que es muy importante.
En el fondo, el autor defiende que el populismo es un tipo de democracia distinta que la democracia liberal. Laclau hace un largo rodeo para demostrar que ningún sistema de gobierno alcanza “perfectamente” a agrupar los valores e intereses que una sociedad busca promover, no de una manera real o total. En ese contexto, defiende que la democracia liberal es imperfecta porque utiliza la retórica y el discurso tanto como cualquier otra forma de democracia. Entonces apunta que, si la democracia liberal es discurso y retórica ¿por qué se le niega al populismo usar esos mismos instrumentos para crear su propia opción de democracia? Así como existe la opción de una democracia liberal, existe—defiende Laclau— una opción de democracia populista. En este caso se estaría hablando de una democracia que ambiciona construir un concepto particular “del pueblo”. No de una sociedad basada en el conflicto entre una diversidad de grupos heterogéneos, sino de una sociedad que logra, a través de un proceso político, argumentativo y retórico avanzar en un proceso de unificación política alrededor de una visión consistente “del pueblo”. Es decir, en primera instancia, el populismo indispensablemente requiere avanzar en la construcción de una visión del pueblo que, necesariamente, inicia con una polarización entre ese pueblo unificado y los otros grupos, generalmente elitistas, que han tenido la capacidad de dominar la escena política. Esta operación dicotómica se ve entonces como necesaria, buscando legitimar una separación clara entre las masas menos favorecidas contra los grupos y élites más favorecidos por el juego básico que una democracia liberal genera por su propia lógica retórica de la pluralidad como base del juego político.
El populismo es, por tanto, defiende Laclau, una forma legítima de construir el vínculo político con el pueblo, que es una operación necesariamente polarizante: no sólo de técnica sino de emociones. Se entiende—de acuerdo con Laclau—que el proceso de construcción del pueblo—que es una masa amorfa, para convertirlo argumentativamente en un todo más organizado—es posible, pero requiere tiempo y acción política. Entonces, es necesario que la elección de los medios quede en manos de los mejor calificados y en la mejor posición para la deliberación y la elección (pag. 72, siguiendo a McDougal). A todo esto, debe sumarse la identificación social con una imagen cargada emocionalmente de la identidad del grupo.
Adicionalmente, no queda duda de que la esencia de la política, en parte, es la retórica. En la democracia liberal, la retórica es fundamental. La operación populista usa de la retórica, necesariamente, y la requiere para llevar la operación de construcción del pueblo—como la llama Laclau—. La diferencia está, por tanto, en la lógica con la que se interpreta el liberalismo. En el populismo la lógica es la equivalencia: la construcción de un cuerpo homogéneo, no basada en su diferencia, sino en la identificación grupal. El neoliberalismo, defiende Laclau, al final de cuentas fue también un intento de equivalencias, un intento de construir un todo social sin fisuras. El populismo desea convertir la plebs (la masa pobre) en el populus (el pueblo general). El populismo siempre comienza con la operación política de hacer de la plebs (una parte del populus) el único populus legítimo. Esto, como ya es intuitivo, requiere de una agresiva operación política.
Por estas razones, el populismo requiere de la división dicotómica de la sociedad en dos campos: uno que se presenta a sí mismo como parte que se reclama ser el todo, para buscar con ello una identidad global a partir de la equivalencia de una pluralidad de demandas sociales (Pág. 100); y, la plebs se erige como el todo legítimo. Vale la pena aquí recordar la clásica operación de construcción del proletariado en el discurso marxista de finales del siglo XIX y parte del siglo XX: el proletariado se asumía como el único constructo válido y, por tanto, con el único con derecho a crear una dictadura sobre todos los demás. El autor refiere que este es el punto de partida de la lógica del significante tendencialmente vacío o, en otras palabras, ambiguo de la comprensión del populismo, ya que como trasfondo hay un proceso de construcción del pueblo que está siempre en proceso, pero que sucede en una realidad heterogénea que requiere ser unificada (pág. 125).
El texto de Laclau es suficientemente claro para construir el argumento político del populismo, de tal manera que nos podemos permitir realizar algunas especulaciones. Podemos recuperar la reflexión anterior sobre el proletariado. Podemos decir que la construcción política de la categoría unificada “proletariado” permitió hablar de una dictadura legítima, es decir, de una dictadura que no sería “maligna” sino necesaria, humana, indispensable, lógica y racional. Parece muy similar la idea detrás del populismo a la Laclau: la democracia liberal no ha cumplido con sus promesas, permitió la captura del estado por diversas élites. Por ello—el autor sigue esta línea de argumentación—es necesario controlar esa pluralidad y construir un cuerpo más homogéneo, que, legítimamente, recupera el poder para crear la “verdadera” democracia: una más equitativa, participativa. El pueblo, la plebs transfigurada como populus, se puede permitir reducir y limitar la pluralidad. Y, en principio, esa operación no tiene por que ser “anti-democrática”: puede llevar a una democracia más amplia e igualitaria.
El problema está, al igual que con la operación de construcción del proletariado, en la forma concreta, en los mecanismos y procesos específicos para lograrlo. Al igual que la solución leninista de la importancia de una élite que en las primeras fases retomara el proyecto del proletariado y su dictadura, el populismo—siguiendo el argumento de Laclau— necesita de esas personas, de esos líderes que encarnen al pueblo, al populus, y sus objetivos. En Laclau es bastante poco claro el papel de una élite que se erige como el estratega de todo este proceso. Siendo una operación política, de retórica—como el mismo Laclau acepta—no queda claro qué evita que pase exactamente lo mismo que con la ilusión de la dictadura del proletariado: el efecto que bien puede ser no una democracia más abierta y equitativa, sino el encumbramiento de una élite autoritaria.
Para Laclau, el populismo necesita de esta ambigüedad: la ruta de construcción del pueblo no es lineal ni clara o precisa. Sin embargo, esta ambigüedad ideológica que resulta necesaria (pág. 140), parece—siguiendo a Laclau—que no se puede lograr sin, lo que podemos llamar, “el populista”: el líder y su grupo que toman esta misión de construcción del pueblo y la encarnan, al menos en sus primeras fases, contra todas las élites que tienen capturado al Estado. Es una operación, desde nuestro punto de vista, sumamente débil y hasta maniquea. Termina sustentándose en una operación de “cruzados”, de un voluntarismo curiosamente adosado de buenas intenciones. No vemos ninguna razón para asegurar mínimamente que la operación populista, pasando de su retórica abstracta, no termine en lo concreto como una manipulación que finalice encumbrando a una nueva élite que, además, se erige autoritariamente como el único representante del populus.
Para profundizar en la construcción del pueblo (del populismo mismo)—Laclau discute, incluso—la necesidad que tiene el populismo por crear una identificación mítica de personajes (pág. 148); es decir, podríamos imaginar cruzar de nuevo, el ya demostrado—y peligroso—camino de culto a la personalidad del que nos señalaba Max Weber y que la propia historia universal ha documentado desde el siglo XX en, prácticamente, todo el mundo. El misticismo es necesario como ruta del populismo para edificarse en el tiempo como la única posibilidad de construirse como una fuerza hegemónica a partir de una pluralidad; la totalidad es mítica (pág. 149): un pueblo unido y compacto. ¿Qué evita que esta construcción, nuevamente, en lo concreto, en la práctica del día a día, no termine siendo una puerta falsa que otorga un excelente pretexto político para manipular al populus y a la plebs para construir un régimen autoritario? El lenguaje del populismo—dice Laclau—es siempre cambiante y fluctuante, tanto de derecha como de izquierda; y, eso no es una falla cognitiva sino una operación performativa (pág. 151) que, en nuestra interpretación, bien puede terminar en una manipulación política, simplemente.
En pocas palabras, referimos que el populismo crea una dicotomía forzada a partir de un mítico concepto de pueblo unificado.
La dicotomía que crea el populismo a la Laclau, es una necesidad para avanzar en un proyecto unificador de equivalencias, con el deseo de volverlo en un futuro capaz, un unificador de las demandas sociales para hacerlas más equitativas (y, tal vez, justas). La creación de este elemento mítico lugar de llegada, ese mítico pueblo, requiere fuerza, carisma de un líder (también mitificado) capaz de avanzar en el proceso de lucha política que implica pasar de la heterogeneidad de intereses y fuerzas a la de una lógica unificadora de equivalencias bajo la idea de un pueblo unificado. Reconociendo una especie de analepsis de la construcción del concepto “proletariado” ¿qué sucedería sí este proceso termina con una construcción deformada similar a la ya vista y conocida “dictadura del proletariado”? Es decir, ¿qué sucederá sí el mítico pueblo, que necesita de la construcción de una dicotomía —como la del “proletariado vs todos los demás”, en el que el proletariado era el único “legítimo”—, termina elevando a una élite autoritaria que se sostiene bajo la violencia del Estado en el poder?
Todo régimen político —aquí Laclau tiene razón— requiere y construye mitos, discursos y retóricas de convencimiento. Sin embargo, no puede asegurarse ni asumirse que todo mito, discurso y retórica son válidos o al menos mínimamente congruentes. La mítica y el discurso del liberalismo se basa en una idea de pluralidad social, y en la creación de los mecanismos para permitir que esa pluralidad exista: como los pesos y contrapesos, sociedad civil, la opinión pública o los “perros guardianes” de intereses particulares. En esa vía, la pluralidad debe ser defendida, de partida, así genere otros problemas: conflicto, debate o alternativas paradójicas.
En muchas sociedades, sobre todo en sociedades como las latinoamericanas: injustas e inequitativas, persiste en el ideario social una mítica, la mítica de que hay esperanza: la esperanza de la auto corrección de un proceso que evite la captura de los intereses de los más poderosos, que mantenga la libertad de las ideas y del pensamiento como una base. Esta mítica a la que nos referimos, sigue siendo una retórica, sin duda. Sin embargo, la que describe Laclau para el populismo es preocupante. En esa mítica hay un grupo que se asume como el único legítimo para toda lograr la corrección del proceso “fallido” (neoliberalismo en estos tiempos). El camino es crear una mítica del pueblo unificado, que bien puede terminar siendo una falsa retórica. En la práctica, esta operación política opera bajo la esperanza de que un grupo líder y estratégico—arropado generalmente en un mítico líder—puede llegar a hacer esta corrección para terminar creando una “verdadera” democracia, más libre y equitativa ¿Cómo? No es claro, aunque autores como Mouffe han intentado dar una respuesta (que será analizada en otra oportunidad).
En este libro que escribió Laclau, tal vez lo más preocupante sea que no queda claro si, bajo esta utopía del pueblo unido y único, la democracia deja de ser necesaria. El populismo necesita a la democracia para llegar al poder y para performatiamente—como le gusta decir a Laclau—instaurar la unificación total final, pero señala que después la democracia no se necesita más. Entonces, al concluir el libro no puede ser sino alarmante la manipulación que hace Laclau para convencer que existe una lógica teórica detrás del populismo, más allá de la construcción de una sociedad mítica unificada y justa. Sin embargo, ya lo hemos visto antes, en realidad se puede llegar a otro puerto: a entronar, quizá enseñorear en varias regiones, a una élite que se apropia de ese discurso, se asume como la única representante del pueblo y que termina violentamente aferrándose al poder (en el sentido de Estado de Weber) y a sus privilegios.
David Arellano Gault: @gaultin
Doctor en Administración Pública por la Universidad de Colorado, Profesor Investigador de la División de Administración Pública del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), SIN nivel III y Miembro de la Academia Mexicana de Ciencias:
Luis Jair Trejo Alonso: @Jair_Trejo
Maestro en Administración y Políticas del CIDE. Profesor investigador asociado en la División de Administración Pública del CIDE.