El derecho a la buena administración en la CDMX: Una aproximación conceptual

La Constitución de la Ciudad de México incorporó entre los derechos de los habitantes de esta entidad federativa el de “la buena administración”. Cuando de derechos se trata, es relativamente fácil identificar en qué consiste el derecho a la vida, o el derecho de acceso a la información pública, o al menos, se tiene una idea de que se trata cada uno de ellos. A partir de su identificación, también se tiene idea de la forma en que se puede garantizar, por ejemplo: el juicio de amparo en caso de riesgo a la vida o el recurso ante el órgano garante de acceso a la i formación.

Pero no sucede lo mismo en el caso del derecho a la buena administración. ¿En qué consiste este derecho? ¿Cuál es su contenido? ¿Cómo garantizarlo?

¿En qué consiste el derecho a la buena administración?

La Constitución de la Ciudad de México, la Ley Orgánica del poder Ejecutivo y de la Administración Pública y la Ley Constitucional de Derechos Humanos de la Ciudad de México, son los tres ordenamientos jurídicos que se refieren a las características sustantivas del derecho a la buena administración.

En un primer acercamiento a este derecho se aprecia como las condiciones o características que debe tener el funcionamiento del ejercicio del gobierno: “se garantiza el derecho a la buena administración a través de un gobierno abierto, integral, honesto, transparente, profesional, eficaz, eficiente, austero, incluyente, y resiliente que procure el interés público y combata la corrupción.” En el enunciado del Artículo 60 hay una relación medios /fines, en los cuales la buena administración tiene un sentido de fin o resultado (como estado de cosas) y un sentido de caracterización de las condiciones en las que debe realizarse la gestión pública, como medios para lograr tal fin.

Las características de la forma de gestión pública (los medios) están conceptualmente ligados a principios que rigen la actuación pública: “Los principios de austeridad, moderación, honradez, eficiencia, eficacia, economía, transparencia, racionalidad y rendición de cuentas, son de observancia obligatoria en el ejercicio y asignación de los recursos de la Ciudad que realicen las personas servidoras públicas.”

La anterior formulación del derecho a la buena administración plantea problemas de mayor generalidad o abstracción en su conceptualización; sin embargo, tiene expresiones de mayor concreción:

  • Recibir los servicios públicos de conformidad con los principios de generalidad, uniformidad, regularidad, continuidad, calidad y uso de las tecnologías de la información y la comunicación, pudiendo establecerse cartas sobre derechos de los usuarios e índices de calidad.
  • Las autoridades administrativas deberán garantizar la audiencia previa de los gobernados frente a toda resolución que constituya un acto privativo de autoridad. En dichos supuestos, deberán resolver de manera imparcial y equitativa, dentro de un plazo razonable y de conformidad con las formalidades esenciales del procedimiento.
  • En el supuesto anterior, se garantizará el acceso al expediente correspondiente, con respeto a la confidencialidad, reserva y protección de datos personales.
  • Reparación de daños por responsabilidad del Estado.

Esta primera aproximación al concepto del derecho a la buena administración presenta diversas piezas jurídicas relevantes para su comprensión: i) el propio concepto de derecho (en el sentido de derecho subjetivo); ii) el de administración; iii) el de principios que en conjunto están asociados para considerar como características cualitativas; y iv) derechos procesales o sustantivos de conceptualización autónoma relacionados con la buena administración.

Entre reglas y principios

De esta suerte, que cualquier persona tenga, en la Ciudad de México, derecho a la buena administración, conduce a examinar el concepto desde la perspectiva de los derechos subjetivos y sus implicaciones. El fraseo constitucional asigna el derecho a las personas respecto del Estado, el gobierno, las Administraciones a una determinada forma de hacer o no hacer. En esta apreciación binaria: derecho/obligación, la enunciación del derecho que va de una mayor abstracción (como en resiliencia) a su concreción (por ejemplo, el acceso al expediente), no representa mayor dificultad sintáctica considerar que las personas tienen derecho y los entes públicos están obligados a garantizar la resiliencia. Una mayor dificultad está en la semántica de la resiliencia y la forma específica de garantizar la obligación y de que la misma sea un bien accesible a las personas. Menor dificultad tiene apreciar el derecho a la prestación de servicios públicos, la fundamentación, motivación, a acceder al expediente o a una indemnización, pues son derechos cuyo surgimiento tiene una larga data y raíces autónomas al derecho a la buena administración. Sin embargo, su relación con este derecho posibilita apreciarlos desde un nuevo enfoque: la perspectiva de la buena administración o el buen gobierno, sea lo que esto signifique.

La idea del derecho subjetivo como “reflejo” de obligaciones, no obstante, es insuficiente para comprender la complejidad que implica la efectividad del derecho a la buena administración. El derecho subjetivo apreciado como expectativas sea de comportamientos de hacer o no hacer, así como de obtener ciertas prestaciones lleva a examinar los modos específicos en los que el derecho tiene su forma de realización y el modo de exigibilidad. Así pues, el derecho a una administración eficaz, eficiente u honesta, o bien, tener un servicio de agua potable de calidad, o una decisión fundada y motivada, puede tener diversos contextos.

La satisfacción e insatisfacción de las prestaciones o de las conductas o comportamientos de acción u omisión, pueden ser apreciables en la individualidad de las personas titulares (que en una casa individualmente considerada se tenga agua potable en condiciones de volumen, accesibilidad y salubridad que satisfagan los estándares del derecho humano al agua o que no las tenga; que no haya fundamentación o motivación; o bien que al tramitar una licencia urbana no se presenten comportamientos corruptos o que exista cohecho), lo que daría referentes de satisfacción o insatisfacción del derecho y a formas de acción jurídicas específicas (juicios de nulidad contencioso administrativa, juicios de amparo, v.). Sin embargo, también es posible apreciar un contexto de bien público en el que las prestaciones, o comportamientos, acciones u omisiones, tienen su realización. Por ejemplo: el servicio de agua potable tiene que ser prestado en condiciones de generalidad e igualdad y, por tanto, no discriminatorio; las actuaciones administrativas deben ser imparciales y equitativas, el gobierno abierto no lo sería si excluye a alguien. Vistas las anteriores implicaciones, la realización del derecho y las formas de garantizarla tiene una dimensión que excede el interés privado y de sus formas de gestión individualizada, incluyendo las acciones procesales.

Si se toma en cuenta que la exigibilidad de las obligaciones del Estado, se da en casos de omisión o incumplimiento en casos específicos, sino de “incumplimiento de los principios” de la buena administración mediante un procedimiento especial (distinto al juicio de nulidad) ante el Tribunal contencioso administrativo, abre la posibilidad de desvincularlo de la ortodoxia de procedimientos jurisdiccionales basados en el interés individual o jurídico para transitar a escenarios bajo el modelo de la acción colectiva. Esto posibilitaría dar cauce al interés legítimo que lleven a impulsar políticas públicas como formas idóneas de propiciar acciones públicas más adecuadas para enfrentar problemas públicos en condiciones de generalidad. De esta forma, se evitan posibles riesgos de captura o de sesgos de trato asimétrico.

Para identificar con mayor asertividad las características del derecho a la buena administración y sus matices e implicaciones, así como de sus posibles problemas, se requiere examinar con mayor detalle la formulación analítico-normativa del derecho a la buena administración. Lo anterior requiere distinguir si la formulación normativa se realiza mediante reglas o principios o bien se presentan ambas. Por ejemplo, es posible que tratándose de la temporalidad en la respuesta se encuentre en una regla (30 días, 90 días, etc.); en otros casos su formulación normativa se presenta mediante principios, por ejemplo, la honestidad, la eficiencia, la eficacia, la resiliencia. Siendo esto así, tratándose de reglas, el cumplimiento sería valorado en términos de adecuación de la conducta o los hechos a la norma (subsunción), pero, tratándose de principios, su cumplimiento obedecería a un posible mandato de optimización. Dicho en términos llanos, se cumple en la medida de lo posible.

La consideración del principialismo en la formulación normativa del derecho a la buena administración, requiere a su vez particularizar a qué tipo de principios se ajusta y, dada la presencia de diversos principios, cómo se armoniza o se resuelven disyuntivas entre ellos. Por ejemplo, la eficiencia, la austeridad y la progresividad y no regresividad de los derechos. La diferencia entre reglas y principios en la formulación normativa del derecho lleva al empleo de diversas técnicas de interpretación y de adjudicación de derechos. A su vez, una distinción que puede resultar pertinente es entre principios y directrices. Por ejemplo, para Atienza y Ruiz Manero, los principios son piezas normativas que incorporan valores que se estiman últimos y que guían la conducta; tal valoración califica a la conducta, independientemente de los resultados o estados de cosas (no son consecuencialistas).[1]Las directrices son normas programáticas, incorporan valores utilitarios que no son últimos y que pueden ser calificados por valores superiores o últimos (principios en sentido estricto); “desde el punto de vista de las directrices, una acción justificada es la que, respetando las otras normas del ordenamiento, (y en especial los límites que derivan de los principios en sentido estricto), es la más eficiente, esto es, facilita la obtención del estado de cosas ordenado, con el menor sacrificio de los otros fines” (Atienza y Ruiz, 2001).

Los principios

En tanto características de la buena administración, los principios explicitados (eficiencia, eficacia, resiliencia, receptividad, etc.), adquieren un sentido deóntico de obligaciones atribuibles a los sujetos públicos, que son deberes de hacer (mayores beneficios sociales a los menores costos, realización de los estados de cosas, etc.,) que se traducen en deberes positivos de hacer, de logar cambios. En tal ruta de acción, los roles diseñados atienden a diseños propicios a la discrecionalidad, para las cuales se establecen orientaciones de conducta, estados de cosas deseables o valiosos, para los cuales, la Administración o los sujetos públicos pueden elegir los medios (ámbito de la política pública y la acción estratégica). Sin embargo, en tanto las directrices no conciernen solamente a los fines, sino que califican o valoran el medio para lograrlos (la propia acción pública o la organización responsable, la discrecionalidad en la elección de medios), está acotada por la cualificación de los propios medios. Por ejemplo, la “profesionalidad”, es un principio cuya utilidad valorativa puede dirigirse a los estándares de la acción pública (la buena administración es aquella que satisfaga los estándares propios de la profesión). Así mismo, la organización debe garantizar la profesionalidad de sus elementos (los servidores públicos deben satisfacer el perfil del puesto y las exigencias de conocimientos propios de la función que tienen encomendada).

De acuerdo con lo anterior, la precisión del entendimiento que se tenga de los principios y/o directrices, y de su función como piezas del ordenamiento jurídico, admitirá o será reacio a adoptar metodologías de interpretación y operación consecuencialista y gradualista, o bien, de soluciones de todo o nada.

Hacia la garantía del derecho a la buena administración

La previsión constitucional de un medio ejercer ante el Tribunal de Justicia Administrativa para demandar la omisión de cumplimiento. Tal forma de jurisdiccionalizar al derecho, supone un diseño que tome en consideración los problemas y la forma de concebir y decidir las cuestiones planteadas anteriormente: la semántica del derecho subjetivo y de la buena administración, la conceptualización de reglas y principios, así como de principios y directrices, la identificación de los deberes, los contextos de discrecionalidad, la epistemología de la interpretación y operación  en la adjudicación de efectos normativos (delimitación y efectos concretos del derecho y alcance de las obligaciones).

Los apuntes derivados de esta aproximación llevarían a distinguir dentro del abanico de contenidos del derecho a la buena administración, ciertos derechos específicos cuya garantía puede satisfacerse con los medios ortodoxos de justicia administrativa o constitucional (fundamentación, motivación, respuesta en breve término, acceso al expediente, protección de datos personales, responsabilidad patrimonial del Estado). Para estos casos, el procedimiento ad hoc se enfrenta a la cuestión de su alcance: i) es posible que los conflictos en estos casos sean encausados mediante los procedimientos tradicionales; o bien, ii) sean reconducidos al procedimiento ad hoc y en qué términos se daría. Un ámbito que resulta difícilmente reconducible hacia la ortodoxia de los procedimientos jurisdiccionales, son aquellas cuestiones que impliquen incumplimiento de los principios y que se traduzcan en afectaciones generales. Esta posibilidad lleva a transitar del interés jurídico y los efectos individualizados de la sentencia, al interés legítimo y los efectos generales de las sentencias.

Esta última posibilidad requiere examinar el lindero entre la justicia y la política pública y, consecuentemente a una cuestión clásica: la división de poderes. ¿Cómo determina que se da un incumplimiento de un principio? ¿Cuál será el contenido de la sentencia cuando se encuentre, por ejemplo, que se incumple el principio de la eficiencia o de la austeridad? ¿Cómo se valorará por el Tribunal la discrecionalidad administrativa? ¿En su caso, como se determinarán los efectos generales?

Las anteriores son algunas de las preguntas que se plantearán en el terreno jurisdiccional y de ahí el sentido específico del procedimiento ad hoc y que, además, justificaría un procedimiento especial.  Una posible ruta, aprovechando la experiencia que en nuestro país se tiene ya en materia de interés legítimo y efectos generales de las sentencias, mirar hacia la experiencia comparada que se ha tenido respecto a la justicia estructural. Los tribunales constitucionales colombiano y sudafricano han resuelto casos interesantes en los que a partir de una situación particular se jurisdiccionaliza una cuestión general y la sentencia se orienta a resolver un problema estructural, esto es, se trata a la cuestión como un problema público.


[1] “Atribuir a una acción o a un estado de cosas un valor último, significa que no se toman en cuenta las consecuencias (de la acción o el estado de cosas), pues si lo que los hiciera valiosos fueran esas consecuencias, lo que se valoraría como valioso serían las consecuencias, no las acciones o estados de cosas que serían sus causas”

Referencias

Atienza, M. y Ruiz Manero, J. (2001). Ilícitos atípicos, Trotta, Madrid.

Constitución de la Ciudad de México, Artículo 7, párrafo 1 y 4.

Ley Orgánica del poder Ejecutivo y de la Administración Pública, Artículos 10-12.

Ley Constitucional de Derechos Humanos de la Ciudad de México, Artículo 36, Apartado E, párrafo 6.

Ley Constitucional de Derechos Humanos de la Ciudad de México, Artículo 108, párrafo 23