La Administración Pública en México. Una saga en tres actos: pasado, presente y futuro

ACTO PRIMERO

¡Primer acto… primera llamada!

¡Segunda, segunda llamada!

¡Tercera llamada!

Comenzamos….

[Se levanta el telón. Un narrador, en sus cuarentas, vestido informalmente. Camina por el escenario. Una gran pantalla va mostrando una serie de imágenes, fotos, videos. Con voz firme, el narrador se presenta y mira frente de sí a su audiencia, quienes miran desde las sombras al escenario iluminado por las luces de pantalla. El narrador se muestra, aunque firme, tímido, mira en todas direcciones. Se endereza para dar inicio con su monologo para comenzar el primer acto.]

Amigas, amigos, vemos acá una foto de una colonia, la Nueva España. Otra foto, la colonia se independiza a principios del Siglo XIX, gracias a una serie de levantamientos organizados por criollos, mestizos e indígenas. Bueno, organizados es un decir: muchos intereses, muchas ideas, muchos proyectos que culminan con el nacimiento de una nación. Como sea, el nuevo país nace y vive durante décadas una intensa miríada de conflictos, invasiones, golpes de estado. Pasa de ser imperio a república, otra vez a imperio, y de nuevo a república. En este intenso camino, pierde la mitad de su territorio. Se enfrasca en un traumático proceso de separación entre el Estado y la iglesia. Se estabiliza relativamente a fines del Siglo XIX a través de una dictadura que dura décadas. Una que comienza a hablar curiosamente de que el país necesita “de mucha administración y poca política” (o al menos eso dicen que dijo el dictador).

[Dice el presentador susurrando como diciendo un secreto.]

[El narrador se desenvuelve cada vez sobre el escenario mientras continúa su exposición.]

Después de una violenta y larga revolución al inicio del Siglo XX, vemos el inicio de un régimen de un único partido, dominante por más de 70 años. En todo ese tiempo, por increíble que parezca (increíble y tal vez incomprensible incluso para hermanos latinoamericanos en Argentina, Brasil, Costa Rica o Chile), no se conforma un aparato gubernamental sólido. La administración pública, en toda esta historia, es un botín de las élites políticas, los partidos, los grupos de interés. Ya el gran escritor, luchador liberal, periodista, político y funcionario público, Ignacio Ramírez, El Nigromante, escribía: “Las autoridades, sea cual fuere su procedencia, no trabajan sino para sí” (El Semanario Ilustrado, 11 de septiembre de 1868).

El resultado es terrible: un país con autoridades políticas que, de manera constante, son poco confiables pues lo único que les interesa es el poder: ¡y el poder es para usarse!

[El narrador grita burlonamente mirando a la audiencia con picardía.]

Siglos que en México esta idea se ha hecho cultura: una cultura política voluntarista donde el gobierno y su aparato administrativo (la administración pública pues) sirven primero que nada a los propios políticos y a algunas élites que tienen capturado al estado. Una dinámica real, tan real que los mexicanos la consideran como algo normal. Tan normal que parece no hay alternativa. ¡Oh espanto!

[Narrador toma una silla del escenario, se sienta y ve fijamente a la audiencia.]

 Se está tan acostumbrado como ciudadano de este país a esta forma de organizar la administración pública y el gobierno que no es fácil discutir ni debatir sobre lo que es un “mal gobierno” o uno “bueno”. Adicionalmente, México es un país que ante este desastre político difícilmente ha podido discutir que un buen gobierno sin una administración pública fuerte y profesional, capaz de organizar y ejecutar los programas gubernamentales, es imposible. La sabiduría popular podría decir simplemente: [El narrador dice entre burlonamente y con desesperación]: “es lo que toca, es lo que hay”.

[Al decir esta última frase, suelta un suspiro de resignación]

Socialmente hablando, pues, no hay alternativa: la administración pública es aquella que deciden las élites en el poder, pues les pertenece y está a su servicio (no al de la sociedad). En diversas latitudes, países como Francia, Japón, Alemania difícilmente podrían comprender cómo en México no ha habido un claro proceso donde la sociedad se apropia de SU [El narrador enfatiza.] administración pública. Todo para hacerla un sólido aparato, capaz y organizado, a su servicio y no sólo una propiedad manipulable del presidente y de los grupos en el poder.

En esta historia, en esta saga, cuando la sociedad mexicana escucha “gobierno”, entiende no su gobierno, sino el gobierno en manos de los políticos. Gobierno para beneficio de los políticos (patrimonialismo dicen los expertos). Gobierno que luego otorga dádivas a la sociedad a cambio de votos y apoyo (clientelismo le llaman). En la mente de los mexicanos pareciera que un mal o un buen gobierno tiene que ver más con la personalidad del presidente en turno. Presidente que, prácticamente sin excepción, maneja y manipula a la administración púbica a su antojo y decisión. Si regresamos brevemente a la historia del país, los puestos de la administración pública, con sus variaciones, claro, pasan de ser francamente comprados y vendidos (en diversos momentos de la colonia, por ejemplo) a ser puestos mal pagados, no apreciados socialmente (en el Siglo XIX) a ser una caja negra, un brazo, un instrumento a disposición y control de la élite en el poder en la era contemporánea. La administración pública entonces es vista como propiedad de la élite en el poder, para servirla.

Del Porfiriato a los primeros 50 años del régimen de un solo partido, la administración pública es básicamente un campo de trabajo, una posición para “vivir del presupuesto” (porque vivir fuera del presupuesto, es un error, dice el terrible dicho mexicano).  Y su forma de organización es sustantivamente formalista: dominado por argumentos legales, formales, abstractos. Procesos y reglas formales que, la gente sabe, son en la realidad, flexibles, elásticos, se pueden doblar a través de palancas o de franca corrupción. 

[Nuestro narrador se va emocionando hasta un punto de pasión, desesperando, manotea, levanta la voz.]

Esta forma de organización del gobierno de un país puede parecer irracional o francamente enferma. Tal vez…¡Nada de tal vez!  ¡En realidad sí lo es!

[El narrador enfatiza esta afirmación.]

Esta maquinaria irracional de hacer gobierno puede ser irracional, pero ha sido sumamente estable y cómoda para los políticos. Van y vienen gobiernos y esta lógica se reproduce como un reloj.

La administración pública es un botín que se reparte entre los ganadores que llegan con el presidente en turno. Los resultados del gobierno son más una propiedad o una facultad del presidente de la república y de su partido que logros de la administración pública que es la que ejecuta en realidad, la que organiza. Pero la administración pública es invisible, al menos respecto de los logros, pero no de las culpas, por supuesto. No se ve, no se siente. Parece que el aparato administrativo simplemente es una máquina expendedora, un robot obediente. Es invisible, lo cual es ridículo: es como pensar que un individuo, el presidente, hace todo, logra todo, decide todo ¡Es ridículo! [Grita el narrador.]

[El narrador un poco más calmo continua] Cualquier sociedad que se crea ese cuento de hadas, está en problemas. Pero ¿cómo es posible tan ridícula idea política? Bueno, es que el presidencialismo se trasmina y repite en todos lados bajo el mito de obediencia ciega “al jefe”: la secretaria de estado es todo poderosa en su secretaría, el director general en su dirección. La subdirectora en su subdirección. Y así para abajo. Con la ley en la mano (al menos para cubrir las formas), la administración pública es un patético fantasma que debe obediencia ciega a las órdenes de los políticos.

[El narrador se para, tira la silla, se le queda viendo de frente a su auditorio, los regaña, casi desesperado, grosero.]

¿Saben qué tipo de tonterías produce esta visión de la administración pública y de la política?  Vean si no: en México, ser un político exitoso no tiene casi nada que ver con ser un buen gobernante o administrador público. Se puede ser un pésimo gobernante, con pésimas capacidades administrativas y de ejecución, con, obvio, malos resultados. Sin embargo, ese político más gobernante, puede ver su carrera política crecer y crecer. ¿Qué nos pasa?

[El narrador se detiene, se frota los ojos, se apena por actuar de esa manera ante el  público…levanta la silla, se sienta, aparentemente más calmado.]

Sin embargo, en todo este tiempo, de la independencia a los fines del Siglo XX, pasan muchas cosas en el mundo: la sociedad se complejiza, la ciencia y la tecnología avanzan, las poblaciones crecen, las economías se conectan. Siglo XIX y Siglo XX ven en muchos países cambios y experimentos interesantísimos para reformar y mejorar a las administraciones públicas: el surgimiento de servicios civiles como base del empleo público, crecientes aparatos gubernamentales que son necesarios para otorgar servicios a una población creciente y demandante, creación de agencias gubernamentales especializadas y con cierta autonomía de decisión, ante las necesidades de una sociedad que se urbaniza y complejiza crecientemente.

Una administración pública fuerte y capaz, algo indispensable para lograr lo que se llamó “el estado de bienestar”.  Sin administración pública no hay hospitales, ni carreteras, ni leyes que protejan el empleo, ni agua potable en las casas, ni transporte público. 

Y he aquí, una primera pista para comprender lo que vivimos en México: se tiene, en efecto, un intento de crear un estado de bienestar, pero sin basarlo en una administración pública profesional, fuerte, con alguna autonomía de los políticos. En corto, una administración pública indispensable para lograr cambios sustantivos pero atada irremediablemente a ser un botín de los políticos en turno. México vive la creación de un gigante aparato administrativo para sostener un mediocre estado de bienestar, pero siempre centralizado en la figura del presidente y de su control omnímodo. De ahí buena parte de las contradicciones, graves muchas de ellas, que la administración pública mexicana arrastra hasta hoy.

Habría que ponderar el indudable logro de crear organizaciones como el IMSS, ISSSTE, Pemex, CFE, capaces de administrar complejas situaciones y otorgar productos y servicios en forma masiva y pretendidamente nacional. Podemos sumar a este logro, la existencia de secretarías de estado capaces de (o con la pretensión de) conducir la industria y el comercio, la gobernanza política del país, el empleo, la vivienda, la infraestructura entre muchas otras. Difícil no observar el esfuerzo y la capacidad que hubo que desplegar y mostrar para crear esta estructura de la administración pública. Pero siempre con una constante: el ser una administración pública botín, atrapada en la voluntad del presidente y de su camarilla, sin protección básica para tener algo de estabilidad y poder hablarle con la verdad al poder (como dicen en otros países con administraciones públicas profesionales).

[El narrador está visiblemente más tranquilo.]

Y no es que la administración pública se haya estancado en el país. Se dio, por ejemplo, un proceso de profesionalización, sin duda. Uno que podemos llamar profesionalización “por goteo”, más por accidente y por necesidad de las camarillas para seguir ejerciendo y adaptando el control presidencial sobre el aparato administrativo. Una trompicada profesionalización pues.

Profesionalización pero que no toque un ápice el control total que el ejecutivo tiene sobre un aparato que le sirve para sostener y reproducir las lógicas clientelares que le son indispensables para su mantener el poder. Uno basado en el uso de palancas como esencia de la relación de la sociedad con su gobierno. Y, por tanto, un aparato administrativo incrustado y organizado en muchos sentidos en prácticas corruptas, en simulaciones de legalidad y en resultados poco convincentes para una sociedad que siguió estando mayoritariamente atrapada en la reproducción de inequidades crecientes.

Los resultados otorgados por esta maquinaria gubernamental, hoy día, sin temor a exagerar son evidentes: los gobiernos en México son en muchos sentidos, malos gobiernos. Gobiernos que han resuelto o intentado resolver problemas públicos, pero no de manera sistemática. Gobiernos que muchas veces han generado más problemas de los que querían resolver. Gobiernos destructivos, que tiran a la basura lo hecho por los gobiernos anteriores, por capricho.  Gobiernos lejanos a la sociedad, cercanos solamente para manipularla clientelarmente. Gobiernos que incluso se pueden clasificar de frívolos, convencidos, pese a los pobres resultados, de que hacen un gran trabajo; se atreven incluso a quejarse de que su “gran” trabajo no es apreciado.

[El narrador dice lo más burlonamente que puede esta última frase]

¡Ciegos ante la realidad de que son gobiernos ciegos, mitómanos y mediocres!

[A estas alturas el narrador ya está desfajado, despeinado, su enojo ha retornado]

Los últimos 20 años, al menos, se han realizado esfuerzos importantes por construir lo que toda sociedad democrática requiere para enfrentar los grandes y complejos problemas de una sociedad: un estado democrático plural, sustentado en capacidades gubernamentales que se pueden evaluar. Ya en el Siglo XXI, en México se presencian nuevos intentos, algunos pasos importantes, trompicados, desarticulados, pero pasos al final de cuentas: el intento de crear un servicio profesional de carrera a nivel federal, la creación de órganos autónomos constitucionales, la construcción de “sistemas nacionales” del más diverso tipo que implican la intención de coordinar a muchos grupos e intereses sociales, bajo una lógica técnica y profesional (transparencia, coordinación fiscal, contabilidad nacional, entre muchos otros). Pasos importantes, aunque trompicados y con efectividades heterogéneas.

Desafortunadamente, la lógica de botín sigue siendo la base del gobierno y la administración pública. [la voz del expositor se entrecorta mostrando decepción]

Hoy día México ve el desmantelamiento de los avances que se habían alcanzado a trompicones. De un diagnóstico correcto, la necesidad de cambiar la relación gobierno, administración pública y sociedad, se está destruyendo, vía el sistema de botín, todavía más, las capacidades ya de por si escasas y el espíritu de cuerpo, de por si endeble, de la administración pública.

El peor de los mundos: una administración pública atrapada en un sistema de botín, bajo lógicas descarnadamente destructivas como las que vemos hoy día, y cada vez más lejana y poco comprendida socialmente.

[El narrador, ahora sí despatarrado, agobiado, sale del escenario, tirando papeles y dando la espalda al público.]

[Cierra el telón, termina el primer acto. Se apagan las luces del escenario.]

[Se escucha una voz, fuerte, clara.] ¡Primera llamada!

El público entonces ve en el escenario una imagen fantasmal. Es Guillermo Prieto, Escritor, Poeta, administrador público, durante varios años acompañante del presidente Juárez: “México: un país con un aparato gubernamental alejado, a veces frívolo, identificado con la corrupción y el clientelismo. ¿Para qué sirve entonces?”

[De nuevo la voz que grita.] Segunda Llamada. [El público ve en una gran pantalla en el escenario, un cortometraje.  Se titula: “Un día sin administración pública en una ciudad cualquiera de México”.]

[Inicia el vídeo.]  Se ve a una mujer, María, abre la llave del agua de su casa y se escuchan sus pensamientos…

—No siempre hay “presión” de agua, pero en general, a esa hora, siempre hay “chorro”. Hoy, ni eso.

Sale con su esposo que tiene cita en el hospital público. Pero al llegar no hay policía que ordene la fila. Pasan horas, no hay enfermeras ni médicos.

—A veces pasa —, piensa en voz alta María, pero esto ya incluso está fuera de lo “normal”. Por fin, llegan algunos médicos y enfermeras, quejándose de que no sirve el transporte público (nadie sabe por qué) y, se encargan que todos en la sala de espera escuchen que tampoco les han pagado en días. En fin, comienzan a trabajar. Ya casi es el turno del esposo de María. Justo en ese momento le avisan que nadie ha subido al piso los medicamentos. Ni hablar. En este país, esto suele pasar, pero no a este nivel, se cuestiona María. Regresan a casa frustrados, y, claro, recuerdan a los médicos: no hay transporte público. Los buses, los trenes, el metro siempre tardan y son de mala calidad, pero al menos ofrecen el servicio. Hoy no. Comen en un pequeño restaurante, y la comida sabe mal, probablemente está “pasada”. Escuchan a los meseros que como los dueños del restaurante llevan meses sin ser requeridos por las autoridades sanitarias a cumplir con el reglamento sanitario, pues, vaya usted a saber con qué están cocinando los chefs (y cómo). En fin, — paciencia, paciencia —, piensa María, siempre en voz alta. Recuerdan ir al banco, necesitan efectivo. Pero el cajero automático no funciona: no puede darles dinero pues el banco central no ha impreso papel moneda desde hace días, le explica el gerente.

—Ni hablar, en este país los servicios son malos —, se dice María, pero esto ya es el colmo. Al regresar a la casa se encuentran a sus hijos que no tuvieron clase pues no llegaron los maestros de la escuela pública. —A veces pasa, pero esto ya parece carnaval, — piensa María de nuevo, ya intuyendo un patrón, en este día de pesadilla. La basura se acumula en las calles, nota. Y ni siquiera con “propina” (pago que es normal en este país dar por los más diversos servicios “gratuitos”) se la quieren llevar. El día termina, no hay electricidad. Es inestable a veces, pero siempre hay.

—¿En dónde estarán estos inútiles burócratas? Son malos —, piensa la señora, pero esto ya es un abuso (ojalá sea una pesadilla, piensa antes de cerrar los ojos para dormir). Termina el día, con María angustiada preguntándose cómo será mañana.

[Aparece el título: “Fin de un día sin administración pública”.]

[Próxima semana, el Segundo Acto de esta historia.]