George Frederickson afirma, quizás con razón, que “…todos los grandes acontecimientos en la historia de la humanidad fueron probablemente alcanzados por lo que hoy llamamos la “administración pública…”. Conviene detenerse un momento a reflexionar sobre tal afirmación.
A diferencia de algunos de mis colegas que, con motivo de la celebración del día de las Naciones Unidas para la Administración Pública, han compartido algunas reflexiones alrededor de temas directamente relacionados con sus áreas de especialidad, en mi caso he optado por escribir unas líneas de carácter más general en torno a una idea muy elemental: la necesidad de poner al servicio público en el centro de la deliberación de nuestra agenda pública.
Gerogre Frederickson afirma, quizás con razón, que “…todos los grandes acontecimientos en la historia de la humanidad fueron probablemente alcanzados por lo que hoy llamamos la “administración pública…”. Conviene detenerse un momento a reflexionar sobre tal afirmación. Significa que, de un modo u otro, eventos como la circumnavegación del planeta, la revolución industrial, la era de las invenciones, la llegada del hombre a la luna, o el descubrimiento de la partícula de Higgs, no habrían sido posibles sin la existencia de alguna forma de servicio público. Significa también que eventos menos rimbombantes, pero probablemente de mayor importancia para la vida cotidiana de la población en general, tales como la erradicación de incontables enfermedades infecciosas o el acceso universal a la educación, han requerido para su materialización de la presencia de un aparato público dedicado a tales tareas.
No debería ser difícil, por tanto, aquilatar la importancia que tiene el servicio público en toda sociedad. A pesar de ello, es notable el limitado espacio que ocupa este último en la discusión de nuestros problemas públicos. Desde hace casi treinta años nuestros espacios de deliberación pública han estado ocupados por las voces que han hecho llamados a reformar las reglas electorales, el régimen de representación, a modificar la presencia del Estado en el mercado, a regular la participación de grandes conglomerados económicos en determinados sectores, o bien a reducir la influencia de grupos de interés tales como sindicatos y corporaciones en el diseño e implementación de diversas políticas públicas. En la discusión de tales temas suele pasarse por alto el hecho de que, en la mayoría de los casos, dichas reformas tienen que ser administradas por un cuerpo de funcionarios públicos. En cambio son escasas—y mucho menos estridentes—las voces que llaman a repensar y por tanto reformar la naturaleza de dicho funcionariado.
Esto es particularmente paradójico si se toman en cuenta los profundos cambios que han ocurrido en nuestro país en el último cuarto de siglo—entre otros: la democratización, la liberalización comercial, la descentralización—y los que se aproximan con las así llamadas “reformas estructurales” que impulsa la administración del presidente Enrique Peña Nieto. Son cambios que han transformado de manera radical—y prometen seguir haciéndolo en los próximos años— la distribución y el ejercicio del poder en nuestro país, así como el funcionamiento de nuestra economía. Pero, a pesar de lo profundas que han sido y seguramente serán tales transformaciones, el aparato burocrático en su conjunto ha sufrido reformas que son más cosméticas que sustantivas.
Muchas de las características que hasta la fecha exhiben las instituciones del Estado mexicano son producto de los notables cambios que ocurrieron en nuestro país a partir de la tercera década del siglo XX, cuando las élites políticas forjaron una amplia alianza con miembros de la clase media, una incipiente burguesía industrial y grandes grupos de la clase trabajadora y campesina para emprender un ambicioso programa de reforma. La estrategia de construcción institucional de tales élites estuvo orientada hacia un claro objetivo: ampliar la esfera de interacción del Estado con la población en general, incorporando la mayor cantidad posible de grupos sociales dentro de la dinámica organizacional del aparato burocrático. No sólo se trataba de apuntalar el monopolio del partido hegemónico, sino de reorientar de manera profunda la naturaleza de las relaciones Estadosociedad.
Estas reformas construyeron una burocracia capaz de penetrar y abarcar múltiples arenas de interacción social pero con nulos mecanismos meritocráticos de reclutamiento y ascenso de su personal, así como un limitado ajuste de su actividad a reglas y rutinas propiamente burocráticas, en el sentido weberiano del término. El resultado fue un Estado omni-abarcante, pero con una muy escasa capacidad institucional, lo que se hizo evidente en múltiples aspectos: desde su crónica debilidad fiscal hasta su limitadísimo éxito en la regulación de la economía. Casi ochenta años después, no obstante las notables transformaciones de otra índole que he señalado previamente, estas características siguen siendo, salvo algunas excepciones, el sello distintivo del aparato burocrático de nuestro país. Me atrevo a decir que para que las reformas que hoy se plantean tengan éxito, es necesario no solamente que sus efectos económicos y políticos sean cuidadosamente calculados, sino también que las normas y procedimientos que regulan la actuación de los órganos y entidades gubernamentales que en última instancia serán responsables de implementarlas estén encaminadas a modificar estas características institucionales que han permanecido intactas a pesar de los profundos cambios que ha experimentado nuestro país en las últimas décadas. Pero para que ello sea posible, antes que nada es necesario que el servicio público arribe al centro del debate de nuestros dilemas colectivos.