Los días de celebraciones pueden servir, también, como días de reflexiones. Y en este sentido, el “Día de las Naciones Unidas para la Administración Pública” bien puede servir de pretexto no sólo para celebrar los logros de unas cuantas organizaciones públicas destacadas, sino para repensar los importantes desafíos que actualmente enfrentan los gobiernos y, sobre todo, sus aparatos administrativos. Una mirada al presente pero con intenciones de futuro.
Los desafíos son muchos y varían según el país del que se trate. Pero existen algunos de carácter general que parecieran estar afectando de una u otra forma a numerosos países, incluyendo al nuestro. En primer lugar, podría llamarse la atención respecto del desafío de la (baja) confianza ciudadana en el gobierno, es decir la limitada creencia social en que los gobiernos están haciendo “lo correcto”, lo que “se percibe como justo”. Esto no es, por supuesto, del todo novedoso: en términos más o menos similares el asunto ya aparecía en el reporte de la Comisión Trilateral, La Crisis de la Democracia, allá por 1975. Sin embargo, el tema sigue teniendo tal importancia que ha servido como punto de partida para el más reciente reporte comparativo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) sobre el estado de los gobiernos integrantes de la misma (Government at a Glance 2013).
Con independencia de sus aristas estrictamente políticas, el desafío de la (des)confianza ciudadana importa en términos administrativos porque ésta pareciera repercutir considerablemente en qué tanto los gobernados acatan (o no) las leyes existentes (y por lo tanto en qué tan costoso es para el gobierno monitorear su cumplimiento); en qué tanto apoyan el desempeño de las organizaciones públicas en situaciones críticas (e.g. inundaciones, problemas de inseguridad regional); e, incluso, pareciera ser un factor importante para dar apoyo de largo plazo a las propuestas de “reformas estructurales” (por ejemplo, las que actualmente se discuten en México). ¿Cómo, entonces, incrementar la confianza de los ciudadanos hacia sus gobiernos y, más concretamente, hacia los aparatos publiadministrativos con los cuales interactúan cotidianamente para obtener bienes y servicios públicos, y cómo hacerlo en el corto plazo?
Un segundo desafío es el de la “austeridad permanente”. Más allá de las importantes crisis económicas del pasado (reciente, como el 2008 de efectos globales, o un poco más lejano, como los terribles 1980-1990 mexicanos), en el escenario actual de bajo crecimiento económico (inter)nacional y bajos niveles de recaudación fiscal en el país, se vuelve obviamente sencillo abogar por bajos niveles de gasto gubernamental. Ahora bien, la eficiencia por la eficiencia misma, ya sea en su vertiente más economicista de recortes y congelamientos del presupuesto, ya en su versión neo-gerencial un poco más amplia de eficacia, eficiencia y economía, es problemática por al menos dos razones.
Primero, porque como han destacado los profesores Christopher Hood y Christopher Pollitt cualquier estrategia de “recorte” (y no sólo hay una, como suele pensarse) tiene sus propias complejidades y repercusiones negativas. Y segundo, porque como lo han resaltado Mark Blyth y David Stuckler/Sanjay Basu la austeridad pareciera traer consigo importantísimos costos económicos y sobre todo sociales. Ahora bien, en un entorno de inevitable austeridad, ¿cómo distribuir y administrar los recursos presupuestales del gobierno de manera eficaz (logrando metas y objetivos) e incluso eficiente (eliminando gastos superfluos o redundantes), pero a la vez de forma justa, equitativa, responsable, sin afectar injustificada o desproporcionadamente la operación cotidiana o la sustentabilidad futura de los programas públicos?
Un tercer desafío, cuyas implicaciones apenas comienzan a revisarse con seriedad en México, es el surgimiento de nuevos organismos “no-mayoritarios”. Estos organismos públicos, que en nuestro país se denominan “constitucionalmente autónomos”, suelen tener como características esenciales las de haber sido creados para desarrollar funciones muy especializadas, bajo el mando de personas (en teoría) sin filiación política y con amplio conocimiento técnico, quienes gozan de amplia independencia (formal e informal) y que, por lo tanto, no deben supeditar las decisiones institucionales a las preferencias o prioridades políticas del momento. Así, los organismos “autónomos” responden a una estrategia de diseño institucional muy particular, que es potencialmente útil, pero que también trae consigo importantes tensiones político-administrativas.
Los bancos centrales independientes, las agencias reguladoras autónomas y demás organizaciones similares (para una lista de la experiencia mexicana ver aquí) en cierta forma responden a lo que Alasdair Roberts ha llamado “la lógica de la disciplina”: frente a la desconfianza en el gobierno, la solución es despolitizar y, más específicamente, construir instituciones del Estado pero fuera del gobierno. En ocasiones, esto probablemente no sólo sea justificable sino hasta necesario: el paso del “Estado Positivo” (e.g. propietario) al “Estado Regulador”, apuntado por Giandomenico Majone hace varias décadas, quizás se completa mejor con la presencia y buen desempeño de este tipo de instituciones. Pero en otros ámbitos de política pública las cosas tal vez sean distintas. ¿Cómo, entonces, asegurar que estas nuevas instituciones estatales responderán realmente a una lógica supra-partidista, apolítica y profesional, al mismo tiempo que serán capaces de fortalecer la transparencia, reputación y legitimidad de los procesos regulatorios económicos (e.g. competencia, telecomunicaciones), políticos (e.g. elecciones, evaluaciones) y sociales (e.g. acceso a la información), en productiva coordinación con las demás instituciones públicas y privadas involucradas?
El cuarto desafío que valdría la pena destacar es el relacionado con la “dimensión internacional” de la administración pública. Aunque las fronteras del Estado-nación siguen siendo un punto de referencia indispensable, y aunque existe en México una fuerte tendencia a resaltar analíticamente las particularidades “nacionales” de cualquier desarrollo político-administrativo, lo cierto es que actualmente los factores internacionales tienen enorme importancia en el devenir de las políticas públicas de todos los días. Muchos de los problemas más complejos que enfrentan los gobiernos hoy en día son transnacionales: cambio climático, tráfico de armas, migración, narcotráfico, enfermedades. En consecuencia, lo que estas situaciones requieren son acciones internacionales coordinadas. Bienes públicos globales más que soluciones puramente nacionales (locales).
Por otra parte, en muchos y muy diversos sectores de política pública, las dinámicas de cambio institucional parecieran estar más asociadas a la interdependencia internacional, que a las negociaciones nacionales. Los procesos de liberalización económica, la creación de organismos de defensa de los derechos humanos, la aprobación de reglas para el control del tabaco y las normas sobre equidad de género en puestos públicos, entre muchos otros temas, han destacado la centralidad de los patrones transnacionales de difusión y transferencia de políticas. En otros casos, los índices y rankings internacionales parecieran condicionar la agenda, si no es que incluso la definición de problemas y hasta las soluciones de política pública de los gobiernos nacionales. Por ejemplo, en sectores como el educativo o el de combate a la corrupción. Ahora bien, dadas las necesarias particularidades de cada país, ¿cómo consolidar un gobierno atento a su entorno internacional, capaz de aportar a las soluciones globales y de aprender de las experiencias de política de otros países, sin caer en el extremo de la homogeneización (“isomorfismo”) institucional que, como ha subrayado Matt Andrews, no nos lleva necesariamente a construir mejores condiciones de gobernanza?
Los desafíos político-administrativos que los gobiernos de cualquier país actualmente enfrentan van claramente mucho más allá de los aquí revisados. Sin embargo, acaso estos cuatro temas (junto con las preguntas que les han acompañado) sirvan de pretexto, como en las celebraciones realmente memorables, para avivar una charla rica, polifónica, divertida y apasionante sobre el tipo de administraciones públicas que nuestro país requerirá para enfrentar los desafíos del siglo XXI.