La democracia a nivel global parece atrapada entre dos espadas. La primera es el filo del llamado neoliberalismo. La segunda es la del populismo.
El neoliberalismo puede verse al mismo tiempo como una teoría, una ideología y un proyecto político, más allá de sus variantes y de la ambigüedad, no sólo de su discurso, sino de muchos de sus supuestos o cadenas causales. En este breve ensayo, me concentraré en el primero: como proyecto político. Podría decirse que el neoliberalismo trató de hegemonizar una especie de “meme”, un concepto de que el Estado tiene una sola función básica: ser el impulsor, el protector, y—en excepciones requeridas de fuertes justificaciones “técnicas”—el regulador del mercado. Un mercado que debía expandirse a todos los ámbitos de la vida de una sociedad, no sólo en las transacciones económicas sino en las sociales, las culturales, las académicas o las deportivas. En fin, a todos los ámbitos posibles. El neoliberalismo logró ser el paradigma hegemónico y lo hizo con un apoyo político y económico enorme, uno de tal magnitud que el neoliberalismo se convirtió, tanto en teoría como en la práctica, en el referente del orden económico global. El neoliberalismo logró imponer, crear realmente, una entorno internacional e institucional que, en primera instancia, parecía depender de la existencia de regímenes democráticos para su sostenimiento. Sin embargo, podría ser discutido que, en realidad para el neoliberalismo la democracia pasa a ser un asunto de importancia secundaria. Democracia, sí. Siempre y cuando se adapte a la delimitación del papel del estado a ser un protector e impulsor de las reglas del mercado en todos los ámbitos posibles.
De esta forma, si una sociedad particular, así fuera por el voto o referéndum democrático, renegaba de la predominancia del mercado por sobre todas las demás reglas políticas o sociales, enfrentaría la reacción negativa de las instituciones y organizaciones del orden internacional neoliberal. Toda una red de organismos financieros, organizaciones internacionales lista para recomendar, exigir y castigar a aquellas naciones que no siguieran las reglas de la apertura comercial, la desregulación de los sistemas financieros, la introducción de evaluaciones por resultados y mérito en todos los ámbitos sociales posibles, entre muchas otros dispositivos inventados e implementados bajo la era del dominio neoliberal. En otras palabras, el neoliberalismo logró imponer una restricción real a toda democracia: la capacidad de decisión autónoma de la población de un país está de facto limitada por las reglas del orden financiero internacional y el dominio de la lógica del mercado (apuntalado desde el propio estado) aplicado a todos los ámbitos sociales. Basta recordar las omnipresentes muletillas del discurso neoliberal: “los mercados decidieron” o “los mercados castigaron”, extrañas frases que asumen la existencia de una especie de bodrio amorfo (“los mercados”) pero con capacidad efectiva, si bien metafísica, de agencia y decisión.
En el otro extremo, la otra espada que pende sobre la democracia hoy día es la del populismo. Un populismo contemporáneo y renovado que aparece como una reacción justamente contra el neoliberalismo y sus consecuencias negativas sobre grandes masas de la población que han visto afectadas sus formas de vida e incluso las bases de su subsistencia gracias a la dinámica poco preocupada por la equidad propia del neoliberalismo. En realidad, al populismo poco le importa si los efectos negativos se deben más a la forma negligente y hasta mafiosa con que el “neoliberalismo real” se implementó en muchos países, que a los límites y méritos potenciales que ciertos argumentos que el propio neoliberalismo puede tener. El neoliberalismo se convirtió en el fantasma, el espantapájaros no sólo a derrotar sino a quemar en la hoguera. Hoguera que, como su nombre lo indica, tiende a defender una visión extremista e incluso fanática, como muchos regímenes populistas han construido.
Como quiera que sea, las consecuencias sobre amplias masas de población que se vieron empobrecidas o relegadas es una constante que impulsa esta reacción. El populismo contemporáneo se basa justamente en una manipulada versión caricaturizada hasta extremos risibles del neoliberalismo. Probablemente por ello, el populismo contemporáneo permite la vinculación de un extraño conjunto de ideologías por demás amorfas, cubriendo un amplio espectro que va de la extrema izquierda a la extrema derecha, incluyendo visiones mesiánicas (fomentando el culto a la personalidad), históricamente deterministas (con el resurgimiento de frases por demás arbitrarias como “estar del lado correcto de la historia”), e incluso salpicada de frases y principios religiosos (vendiendo la idea de que han llegado al poder los impolutos redentores y purificadores).
Entonces, parece que vivimos entre dos espadas potencialmente antidemocráticas. La primera, la del neoliberalismo, tiene a la democracia como medio, no como fin. Democracia pueril, incapaz de contravenir la lógica del mercado. Así esto implique que, por muchas razones, el poder de los estados, el poder de negociación de las personas y los grupos en todas las sociedades se ha visto reducida al mínimo ante el chantaje de la eficiencia de la mano invisible del mercado, del mérito descarnado como patrón de medición, del triunfo de los más capaces (en realidad, muchas veces, el triunfo de los que ya estaban arriba). De esta manera, si la lógica democrática “entraba en razón” y no contravenía las “fuerzas naturales del mercado”, la promesa era que todo funcionaría bien: el mercado distribuiría, el mercado proveería. El Estado requería reconvertir su ethos social directo a uno subsidiario: ser el garante de las reglas de la competencia y del mercado llevadas como lógica esencial a todos los ámbitos sociales (educación, salud, medio ambiente, y un largo etc.). Un papel para el Estado mucho más grande que en el laissez faire, pero claramente delimitado a intervenir para poner en pie las reglas del mercado como dispositivo universal y, a lo mucho, interviniendo para regular (una regulación excepcional, delimitada a las mismas reglas devenidas de la lógica del mercado y la deseabilidad de “dejarlo actuar libremente”). Esta lógica neoliberal impulsó una fuerza arrebatadora, económica y políticamente: un mundo más rico, más dinámico, más conectado, más tecnológico. Pero también un mundo más desigual (cabría agregar, con un medio ambiente en gravísima crisis, pero eso es toda otra discusión), donde el poder se ha acumulado en tan pocas manos que entonces, de facto, la lógica democrática se ha hecho prescindible. Un buen ejemplo sería la forma en que organismos internacionales financieros europeos, y las propias instituciones de la Unión Europea, trataron el tema de la crisis de España y Grecia. No importaba si lo ciudadanos de esos países votaban democráticamente para impulsar a sus gobiernos a tomar sus propias decisiones (buscando proteger a sus poblaciones del shock económico que sufren por la descarnada lógica de los mercados), lo único que valía era la decisión de los órganos financieros que explícitamente advirtieron que no se debían a reglas democráticas para exigir el cumplimiento de las reglas financieras impuestas a estos gobiernos electos democráticamente (en contra de los deseos de sus propias poblaciones). Es decir, al final de cuentas, la democracia funcionaba si estaba claramente limitada a no transgredir la dinámica “natural” del mercado con sus dinámicas de deliberación y de votación. En los ochenta, los países de América Latina vivieron algo similar con los tratados de intención del FMI:, poco importaba la situación de los ciudadanos de los países afectados o si dichos ciudadanos podían buscar opciones distintas a las propuestas por los organismos financieros internacionales, lo que importaba era que las reglas del mercado, en este caso, la renegociación que tuviera como prioridad el pago de los adeudos, se acataran sin mayor discusión.
La globalización, un fenómeno que ha sido clave en el desarrollo del capitalismo al menos en los últimos 150 años, fue sin duda impulsada y potenciada por la ideología neoliberal, desatando fuerzas y dinámicas muy poderosas. Globalización y neoliberalismo se convirtieron en la fuente de una gubermentalidad que se hizo prácticamente universal: mercado y democracia, en ese orden, se asumieron como ineludibles, bajo la forma neoliberal de entender el mundo y sus reglas. Una gubermentalidad que posicionó a las reglas del mercado, del mérito y la competencia sin cortapisas, como reglas cuasi-naturales y, por tanto, tan indiscutibles o ineludibles como la fuerza de la gravedad.
En ese sentido, es importante considerar que, dentro de los efectos del neoliberalismo, no es suficiente asumir que su “única” falla ha sido el encumbramiento de una élite, que además ha capturado al estado y procreado una forma de democracia limitada. Es necesario considerar también el efecto propiamente dicho de la institucionalización neoliberal de la globalización. Esto es, que se han construido e incrustado reglas, instituciones, y dinámicas tecnológicas que están en pie, alimentando y siendo alimentadas por las lógicas del intercambio económico de libre mercado a gran escala. La hiper-comunicación, el avance tecnológico acelerado y la innovación como motores del crecimiento económico se han incrustado como determinantes del crecimiento. Este es un elemento crítico del diagnóstico: la globalización, su lógica de red, descentralizada y de múltiples polos de poder (que Hard y Negrini (2000) llaman Imperio), hace que sea sumamente difícil para cualquier país resistirse, enfrentarse frontalmente y denegar así las fuerzas de la misma globalización, al menos de manera unilateral o voluntaristamente.
El caso, de todas formas, es que el neoliberalismo, apoyándose en las fuerzas desatadas de la globalización, aprovecharon el fortalecimiento de una dinámica política y social que ha puesto a la democracia en un papel limitado y secundario. Al final, la democracia, esa idea de un sistema de lucha por el poder civilizada basada en la alternancia, los pesos y contrapesos, y el no-monopolio de la verdad, está bajo ataque y resultó ser prescindible por el neoliberalismo, apoyado claramente en las fuerzas desatadas de la globalización. La democracia funcional para el neoliberalismo resultó ser una democracia capturada, sin poder real para enfrentarse a los poderes fácticos, no respetada tampoco por esos mismos poderes. Un neoliberalismo que ha construido un entramado institucional que defiende el dogma de que no existe ninguna alternativa mejor para aprovechar y dirigir la globalización que desatar al mercado y a la competencia y sus dispositivos. El efecto termina siendo, en muchos casos, uno de graves consecuencias: la existencia de una democracia inútil o francamente capturada e incapaz siquiera para intentar resolver el inequitativo destino al que se ha condenado a las masas de la mayor parte de los países.
Sin embargo, los descontentos de la globalización resultaron ser muchos. Los perdedores del juego, los afectados negativamente, se convirtieron en mayoría. Sin una solución clara, sin un diagnóstico particular sino simplemente con la fuerza de la desesperación y frecuentemente con fuertes dosis de nostalgia por el pasado, surgió un populismo voluntarista para batirse contra el “monstruo” del neoliberalismo. La cuestión es observar que, bajo un diagnóstico sustantivamente burdo y maniqueo, la democracia resultó también víctima de los descontentos. Como si la democracia no hubiera sido víctima también del neoliberalismo. Soluciones populistas, de izquierda o de derecha, que han resultado tener un compromiso mínimo con el estado de derecho, bajo le pretexto de que dicho estado de derecho está capturado. Donde el no-monopolio de la verdad, un axioma sustantivo de la democracia, es prescindible debido a la predominancia de la voluntad de “los bien intencionados” que se definen y defienden como los que están “del lado del pueblo”. En la práctica, lo que se tiene es una nueva élite que se asume como conocedora de lo que “el pueblo” necesita, sin cortapisas y sin posibilidad alguna de cometer errores o ser falibles. ¿El resultado? Un terrible efecto de sustitución de un poco democrático neoliberalismo por una todavía menos respetuosa visión de la democracia a través de un voluntarismo populista que más tarde que temprano muestra su esencia autoritaria. A todo esto, habría que sumar un factor fundamental: el populismo no tiene una opción clara para dirigir y controlar la globalización. El voluntarismo—todo es un asunto de buenas intenciones y de un uso unilateral de poder—y la imposición autoritaria de soluciones retrógradas—es decir, soñadoras de un pasado pre-globalización que ya no existe ni es viable tecnológica o socialmente—pareciera ser la única opción que ofrecen los populismos, tanto de derecha como de izquierda.
La democracia, pues, está entre dos espadas. ¿Quién defiende a la democracia? La clásica defensa liberal está sumamente golpeada pues se le asocia, a veces con razón, con la democracia maniatada, capturada e imposibilitada de enfrentar a las fuerzas desatadas del mercado y la globalización.
Pero el diagnóstico del populismo es, desafortunadamente, equivocado: como si la democracia fuera un títere del neoliberalismo y no una de sus víctimas. El círculo vicioso es claro: si democracia es identificada con neoliberalismo, ello abre las puertas a los proyectos autoritarios que, bajo la bandera de regresar el mundo a un punto más equitativo, toman el paso en falso de argumentar que la única opción (no puede haber frase más antidemocrática que el decir que no hay opciones) es regresar autoritariamente a “una solución” única que no se puede discutir (porque el que la discute, seguro está del lado de los malos, de los neoliberales, de los que nos son “pueblo”). El dogma naturalista neoliberal (“el mercado es una fuerza tan ineludible como la gravedad en la física”) intercambiado por un dogma determinista (“la Historia—sí, con mayúscula—es una, y se está del lado correcto, el mío, o del lado equivocado, no hay puntos intermedios”)
La espada populista desenvainada contra la democracia implica una visión unilateral de la sociedad donde los principios crítico del no-monopolio de la verdad, de la pluralidad, de los pesos y contrapesos son denostados de facto ante la maniquea división del “pueblo” vs sus enemigos (todos, neoliberales). Pueblo dirigido, claro, por una elite que fanáticamente se considera impoluta y sin falla. Una solución no solo antidemocrática, sino opacamente planteada bajo un velo ideológico que la convierte en inviable de partida, ante una globalización desatada. Ante un globalización que ha hecho del desarrollo tecnológico, del uso de la información el intercambio y movilidad de conocimiento, los ejes del crecimiento, la respuesta populista está basada en un regreso al pasado, a soluciones que niegan la existencia social y política de las fuerzas de la globalización (que, hay que repetirlo, llevan en existencia al menos unos 150 años). Populismo que termina sustentándose bajo la premisa, poco sostenible, de que existe esa solución, única, clara e infalible; una llave maestra, una bala de plata, que por el simple voluntarismo, terminará con los problemas de manera sencilla y sin riesgos: una solución mágica (e irresponsable por tanto), pero también claramente no democrática sino autoritaria.
Parece que es claro el efecto real del populismo: el encumbramiento de otra élite, una que suele renegar prontamente del principio de una democracia que se sustenta en el constante cambio de élites, partidos y personas, vía elecciones constantes y respetadas. Tal parece que el fallido diagnóstico del populismo es que la democracia no tiene futuro ya que la democracia, como institución ha sido capturada por los poderes fácticos apoyados por el neoliberalismo y los neoliberales. Sin duda que el neoliberalismo generó muchas veces esa captura. Pero hay algo falso en el diagnóstico. La democracia es una idea que va mucho más allá del neoliberalismo, la democracia ha sido desde su origen una esperanza pragmática de construir un orden político que pueda evitar justamente que los poderes fácticos capturen la libertad de pensamiento, de crítica y de opción de las personas en una sociedad. Un orden político plural donde las personas tienen el irreductible derecho de buscar lo que consideren es la buena vida, así sea distinta a la de los demás. Sin duda se puede criticar que esta idea democrática suceda en forma pura en algún lado (y sin considerar por supuesto el gigantesco problema de la lotería natural y social de las dotaciones de las personas, algo que se podrá discutir en otra ocasión). El hecho político que da sustento a la democracia no es la idealista visión de una sociedad sin conflicto. Todo lo contario, la base pragmática de toda democracia es que la lucha por el poder es encarnada y las facciones y grupos buscan el poder y son capaces de muchas mentiras, tropelías y fallos constantes para obtenerlo y mantenerlo. Así se llamen fascistas, comunistas, socialistas, liberales, verdes, neoliberales, populistas o cualquier otra denominación ideológica, al final de cuentas, son facciones en busca de poder. Como lo han defendido los anarquistas de todo tipo (por ejemplo, Scott en su obra Seeing like a State, 1998), el razonamiento de que hay una solución única que no requiere ser discutida o debatida (mucho menos sufrir oposición), dada la buena intención, voluntad y sabiduría de los gobernantes, tienen mayor probabilidad de producir desastres masivos, resultando en una situación incluso peor de la que se deseaban resolver. Más bien, habría que asumir que los gobernantes, los actores políticos, de cualquier tendencia, color, ideología, tenderán a cometer errores, podrán, si se les permite, acumular poder por ambición y tender, si no se les controla, a capturar al estado y a desechar la democracia.
El neoliberalismo está mostrando ser una puerta que se abrió para desatar fuerzas de la globalización, pero con consecuencias graves para las personas y el tejido social. La desigualdad como subproducto de esta ideología está creando graves contradicciones, insostenibles en el tiempo, por más parsimoniosa que sea la teoría económica detrás de la ideología. Su poco respeto por la democracia, por la decisión de las personas, es un segundo “pecado mortal” del neoliberalismo. Pero la salida populista, no es una salida estrictamente. Primero, porque deshecha la salida democrática, fomenta la polarización bajo una fanática visión política, determinista y defensora de hogueras como mecanismo político de legitimación. Segundo, porque no plantea una alternativa a la globalización. No sólo no establece una opción creíble al crecimiento económico en un mundo globalizado, sino que mucho menos establece las maneras de lidiar con un mundo hiper-conectado, en camino al trans-humanismo, teniendo que crear velozmente las opciones políticas y sociales para controlar y dirigir el poder de la tecnología que está rompiendo (y lo seguirá haciendo, aceleradamente), las bases del orden y el tejido social. Viendo al pasado, acumulando el poder de manera autoritaria y minando las bases, axiomas y supuestos de la democracia, el populismo es una salida falsa, desafortunadamente. ¿Qué hacer?
David Arellano Gault
david.qrellano@cide.edu